martes, 19 de diciembre de 2023
Sayonara, baby.
Mi madre estampó la caja de un kilo de dátiles contra el suelo de la cocina y el gato, que había permanecido enroscado en la esquina de la encimera, corrió hasta desaparecer en la oscuridad del pasillo.
De dicha oscuridad emergía yo. Su única hija. Me dio el tiempo justo para llegar al marco de la puerta y asirme a el cual marinero al palo mayor en una noche de tormenta. Mis pies aún estaban derrapando en el pasillo. Mi mirada se precipitó hacía los ojos encendidos de mi madre y rebotó hacía donde estos miraban: los dátiles aplastados contra el suelo. Me quedé mirando aquella masa amorfa, toda vísceras y dulzor. Aquella masa amorfa, toda vísceras y dulzor como punto de partida inexorable de lo que estaba por acontecer. A no ser, me dije, que pudiera convertir aquel momento congelado en un cuento de Elige tu propia aventura. Donde si no quieres que algo ocurra puedes al menos dar rodeos hasta que la realidad te alcance. Ella me los leía las mañanas que no podía, no quería, no le apetecía llevarme al colegio. Tan solo el subir de las persianas le hacía llorar, le hacía enfadar, le hacía enloquecer. Para, no la subas, me pedía, me gritaba, me ordenaba. Ven, vuelve a la cama. Voy a leerte un cuento en el que si queremos puede ser de noche otra vez, ¿tú quieres?, yo sí. Yo lo que quería es que aquella masa amorfa, toda vísceras y dulzor, preludio inexorable de lo que estaba por acontecer y a la que miraba, se convirtiera, por la magia de poder saltar de página en el cuento, en un montón de pedazos que convulsionaran y se movieran por el suelo buscándose entre sí. Como lo hace la carne plateada del malo de Terminator en Terminator 2. Dando marcha atrás a un proceso en el que la pulpa de los dátiles se arrepiente. Se repliega por la loza como pidiendo perdón por haberse dejado caer y haberlo dejado todo hecho una porquería. Yo lo que quería era que aquellos pedazos dieran una voltereta del suelo al aire, volviendo al punto exacto en el que todavía eran un solo cuerpo. Al que quizá, con la ayuda necesaria, se le hubiera brindado la oportunidad de dejar de ser aquella plasta negligente. Convertirse en algo bueno para el mundo. Algo alegre. Un postre, por ejemplo. Un último postre alegre compartido con ella. Yo lo que quería era un dátil recompuesto, otro dátil recompuesto, otro dátil recompuesto marcha atrás por el aire. Volviéndose a unir en un kilo flotando en el medio de la cocina, que sería retro propulsado al montón de astillas, que también marcha atrás, habían decidido volver a acomodarse como caja. Y, de un bote, ser devuelta a las manos de mamá. A las manos de mamá por favor no lo hagas. A las manos de mamá que estarían llevando los dátiles a la mesa, no abriendo la ventana de la cocina. De par en par. Mientras sube un pie al alféizar. Girando su cabeza para lanzarme una sonrisa como las que me regalaba cuando le prometía que yo jamás la abandonaría. Aunque ella no pudiera prometerme a mí lo mismo, como hicieron muchos con ella, y me besará después la frente. Mientras me abrazaba, me apartaba, me volvía a abrazar. Susurrándome que de todas formas solas estaremos siempre. La veo desde el marco de la puerta como cierra los ojos coge aire, sube el otro pie al alfeizar. Mamá por favor mírame a mí. Ignorándome esta vez. Abre los brazos como un pájaro mojado. Lanzándose al vacío. Dejo de verla. Ahora soy yo la que se lanza a cruzar la cocina. Piso los dátiles. Caigo de espaldas. Como los payasos que pisan plátanos, pero sin que nadie se ría. Aquello a ella le hubiera hecho gracia. Tengo el don de que mis chistes aparezcan cuando los demás ya se han ido. Consigo levantarme. Me asomo a la ventana. Vuelvo a verla. Allí abajo. Aquella masa amorfa, toda vísceras y dulzor.
Mi madre estampó 53 kilos de vísceras y dulzor contra el suelo de la avenida, y el gato que había permanecido enroscado en la esquina de la acera, corrió hasta desaparecer en la oscuridad del callejón.
Ana Nirvana
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