Eufórico, el veterinario conducía por las pistas de montaña levantando surtidores de barro. En la parte trasera del todoterreno, el instrumental tintineaba en sus cofres de acero inoxidable.
Había pasado la tarde persiguiendo ovejas a todo lo largo y ancho de un pastizal, atrapándolas sin otra ayuda que sus manos. Correr hasta ponerse a la altura del animal, abrazarlo por el pescuezo y derribarlo, ése era el procedimiento. Con las ovejas más rápidas esto dejaba de ser útil y no quedaba más remedio que atraparlas como mejor se pudiera, por una pata o un puñado de lana. Algunas se revolvían para morderlo y había que disuadirlas mediante un pescozón.
Una vez derribado el animal, lo inmovilizaba con el peso de su cuerpo. Pecho contra pecho, ambos sentían los latidos del otro a través de la lana y la ropa. Las ovejas temblaban y se revolvían hasta que comprendían lo inevitable de la situación, momento en que se quedaban inmóviles; los ojos bailando en las cuencas, del cielo al rostro congestionado de su captor.
Caminando sin prisa, apoyándose en su cayado, llegaba el dueño del rebaño. Tomaba al animal por el morro y la quijada inferior y lo forzaba a abrir la boca. El veterinario le administraba entonces una píldora antiparasitaria empujándola con la punta del índice hasta el fondo de la garganta. Las ovejas alzaban los ojos mostrando la esclerótica.
Así una a una. Hasta perder la cuenta. Durante toda la tarde.
La labor le había hecho sentirse vigorizado.
Se dirigía a la casa de Beatriz, donde ella cuidaba de su hijo recién nacido. Su nueva condición de madre excitaba sobremanera al veterinario, que había estudiado con atención casi profesional los cambios producidos en ella durante el embarazo, como el brillo renovado de la piel y una necesidad nunca antes manifestada de intimidad.
En el séptimo mes del embarazo, Beatriz le había ordenado disminuir la frecuencia de sus visitas. Fue tajante al respecto; con un simple gesto de la mano barrió todas las quejas del veterinario. Tampoco le había permitido tocarla desde entonces; una norma —le había asegurado— aplicada tanto a él como a su marido.
Habían pasado tres semanas desde el parto y el veterinario desesperaba por que la situación llegara a su fin. Codiciaba besar a Beatriz como hizo la primera vez, cuando visitó la casa para curar un corte en la pata del dálmata con negro bien distribuido de la familia. Codiciaba recorrer su cuerpo a la caza de nuevos cambios, detenerse largamente en los pechos, hinchados como si contuvieran leche de ballena.
Aunque ella no le había dicho nada, él daba por sentado que esa noche Beatriz desharía sus barreras y le permitiría volver a tocarla.
Era el cumpleaños de Beatriz y él le llevaba un regalo. Iba en la parte trasera del todoterreno, junto a su equipo. La idea se le había ocurrido durante su última visita, la primera tras el nacimiento del bebé.
Anochecía. El marido de Beatriz había telefoneado; tenía trabajo y se quedaría a dormir en la ciudad, cosa que hacía dos o tres noches por semana. Estaban en el salón. Beatriz daba el pecho al bebé, que aún lucía la tonalidad cárdena de los primeros días de vida, y él observaba un tanto incómodo.
Hacía calor; las ventanas estaban abiertas de par en par y una polilla se coló en la habitación atraída por la lámpara del techo. Trazó círculos sobre ellos antes de descender y posarse en el pecho descubierto de Beatriz, recorrido por un entramado de venillas azules. El insecto agitó las alas a escasos milímetros del rostro del bebé, que arrugó su naricilla como si fuera a estornudar, pero permaneció aferrado al pezón con obstinación masculina.
Ella tenía ambas manos ocupadas.
¿Podrías...?
El veterinario empujó amablemente al insecto, que emprendió el vuelo, puso rumbo a la ventana por donde había entrado y se perdió entre los pliegues de las cortinas.
Esa tarde, antes de ir a perseguir a las ovejas, había llamado a Beatriz. Ella respondió con titubeos. No era prudente volver a verse tan pronto, dijo. El todoterreno aparcado frente a la casa podía llamar la atención de alguien.
Di que he ido a ver al perro. Que tiene problemas de estómago y le he dado unas pastillas para el aliento.
Se detuvo en el camino de acceso a la casa. Esta se levantaba en la base de una colina poco pronunciada. La vivienda más cercana estaba a medio kilómetro. A pesar de haber caído ya la oscuridad, el farol de la entrada se encontraba apagado. Ésa era la señal para indicarle que el marido no estaba en casa.
Dejó el vehículo en la entrada y palpó el muro que rodeaba la propiedad hasta dar con un hueco cerca de su base. Tomó la llave escondida y abrió la portilla del jardín. Confiaba en que le diese tiempo a montarlo todo antes de que ella saliera a comprobar qué ocurría.
De la parte trasera del todoterreno sacó dos pértigas de acero inoxidable de dos metros de largo y una bolsa de lona. Hincó las pértigas en la tierra del jardín, frente a la casa, dejando un par de metros entre ambas. Se aseguró de que quedaran bien erguidas y firmes. Lo último que quería era que todo se viniera abajo una vez empezado el espectáculo. Afortunadamente no hacía viento.
De la bolsa sacó una sábana blanca, que tendió entre las pértigas y aseguró mediante pinzas metálicas. El montaje presentaba el aspecto de una pantalla de cine. Por último sacó del todoterreno un foco de quinientos vatios que colocó en el césped, de forma que apuntara al centro de la sábana. Desenrolló el cable y lo conectó al enchufe estanco que había junto a la puerta del garaje.
La sábana se iluminó. Un rectángulo de luz blanca que flotaba en mitad de la oscuridad del jardín. Se completaba así la ilusión de la pantalla de cine.
El veterinario se recostó contra la fachada y encendió un cigarrillo.
Las primeras polillas no tardaron en llegar.
Se materializaron provenientes de la oscuridad, atraídas por la blancura de la sábana. Pronto se formó una nube de insectos sobre la tela. Manchas móviles sobre el fondo blanco que recordaban la piel del dálmata cuyos ladridos se oían dentro de la casa. Entre la mayoría de tonos pardogrisáceos destacaban mariposas con manchas de color naranja, rosa intenso, amarillo y plata. El veterinario reconoció pájaros luna, isabelinas y esfinges. Las había diminutas, que se confundían con las moscas y mosquitos que se habían unido al festín de luz, y otras del tamaño de una mano abierta, con cuerpos peludos como musarañas. Volaban frente a la sábana chocando entre sí. Se pegaban a la tela. Una constelación oscura. Manchas tenaces bailando en el fondo de la retina.
El cielo despejado y repleto de estrellas constituía el fondo perfecto.
Satisfecho, el veterinario caminó hasta el centro del jardín, sumergiéndose en la nube de insectos. Las polillas le rozaron la cara. La sensación no era desagradable. Beatriz ya debía de haber visto su regalo.
Y en efecto, allí estaba; en una ventana del segundo piso, con las luces apagadas para contemplar mejor el espectáculo. El veterinario esperaba que le enviase alguna seña, una indicación de que el regalo le había gustado o, mejor, una invitación a entrar.
Pero ella corrió las cortinas y desapareció.
Quizá se había excedido. El foco y la sábana podían ser vistos desde gran distancia y llamar la atención de los curiosos.
Sus dudas se esfumaron un instante después, cuando se abrió la puerta de la casa. Pero la figura que bajó con pasos contenidos los escalones del porche no fue la de Beatriz, sino la de su marido.
Era la primera vez que lo veía en persona: un hombre delgado, con los hombros esbeltos de quien ha practicado mucho deporte en su juventud y aún se esfuerza por mantenerse en forma, cabello corto, calvicie avanzada. Ocupaba un cargo importante en una compañía que elaboraba mapas para el Ministerio de Defensa.
Se aproximó al veterinario. Llevaba las manos en los bolsillos y la corbata aflojada; en apariencia tranquilo pero con el ceño levemente fruncido, como quien hace frente a una tarea que no requerirá gran esfuerzo pero que sabe fastidiosa y triste.
Se detuvo ante él y lo observó detenidamente. El veterinario llevaba la ropa manchada de tierra y de hierba, y las botas de estiércol.
Apague esa luz, recójalo todo y váyase, dijo con calma el marido.
La ventana donde había estado Beatriz continuaba vacía.
Así que lo sabe.
El marido asintió.
Esto no cambia las cosas. Tendrá que ser ella quien me..., empezó a decir el veterinario.
Ella no tiene nada que decirle. Mi mujer y yo hemos hablado al respecto. Este asunto puede darse por concluido. A partir de ahora cuando necesitemos los servicios de un veterinario iremos a la ciudad.
Hablaba sin alzar la voz, con el tono contenido que emplearía para amonestar a un subordinado.
Y no vuelva a acercarse a mi propiedad, concluyó.
No se atreva a hablarme así.
Puedo hablarle como me plazca. Le recuerdo que está en mi casa, donde ya no es bienvenido.
El veterinario retrocedió unos pasos.
¡Beatriz!, gritó. ¡Beatriz!
Por Dios..., musitó el marido desviando la vista.
¡Beatriz!
Dentro de la casa no se apreció movimiento. El veterinario decidía a marchas forzadas qué hacer.
A la nube de polillas se habían unido nuevos invitados.
Media docena de murciélagos penetraba una y otra vez en el cerco de luz. Sacaban provecho de aquel banquete inesperado, atrapando insectos entre sus dientecillos translúcidos.
¡Beatriz!, llamó una vez más, sin obtener respuesta.
Ya basta, dijo el marido. No quiere hablar con usted.
Tendrá que ser ella quien me lo diga.
Se equivoca.
La está reteniendo en la casa.
No es así.
Está dentro. La he visto.
Sí, está dentro. Y no quiere hablar con usted ni volver a verlo, dijo remarcando cada palabra.
No lo creo.
Puede creerlo o no, eso no me importa.
En ese instante, sin previo aviso, el veterinario echó atrás el hombro derecho y lanzó un puñetazo contra el marido. El puño se estrelló en el centro de la boca. El marido retrocedió trastabillando, tropezó con una de las pértigas y acabó desplomándose sobre la sábana iluminada. Todo el montaje se derrumbó tras él. Una multitud de polillas huyó hacia el cielo. Los murciélagos se esfumaron.
El veterinario aguardaba dispuesto para el contraataque, pero no encontró la respuesta que esperaba. En lugar de eso el marido se puso lentamente en pie. Escupió y un surtidor de gotitas de sangre brotó de su boca.
Es curioso, dijo, en la imagen mental que me había hecho de esta escena era yo quien lo golpeaba a usted.
El veterinario no supo reaccionar ante tal pasividad. El marido tenía salpicaduras de sangre en la corbata y el polvillo pardodorado de las polillas le cubría los hombros y brillaba bajo la luz del foco. Un par de insectos se había posado en su camisa.
Ha entrado usted en mi propiedad, sin permiso, prosiguió el marido, y me ha agredido. Son motivos más que suficientes para llamar a la policía. ¿He de pedirle una vez más que se vaya?
El veterinario vaciló, casi dispuesto a marcharse.
¿Estás bien?, oyeron entonces decir a una voz alarmada.
Los dos se volvieron. Beatriz estaba en el umbral de la casa. Con la sábana caída, el foco apuntaba directamente hacia ella, que se protegía de la luz con una mano alzada sobre los ojos, a modo de visera.
¿Te encuentras bien?, quiso saber.
El primero en responder fue su marido.
Sí, no te preocupes, dijo, y se llevó los dedos a los labios y los retiró manchados de sangre. No hay ningún problema.
Beatriz..., masculló el veterinario.
Dio unos pasos hacia ella y se detuvo, sin atreverse a avanzar más.
Vete, por favor, dijo Beatriz.
Él farfulló una maldición como respuesta y empezó a recoger las pértigas. Pero después cambió de idea y las dejó caer en la hierba. Dio una patada al foco y salió del jardín con zancadas furiosas, abandonando los restos de su regalo.
Beatriz desapareció en la casa.
Casi todas las polillas se habían ido ya, y las pocas que aún bailaban en el haz del foco se dispersaron cuando el marido desenchufó el cable de un tirón.
* * *
Más tarde, el marido tomó asiento junto a la cuna del bebé. Había adoptado la costumbre de hablarle. Lo hacía todas las noches que podía pasar en casa, durante largo rato, con voz acunante, sobre el primer tema que le viniera a la cabeza.
Esa noche no había nadie que los molestara; Beatriz llevaba más de una hora encerrada en el cuarto de baño.
Le habló de las fotos que por la mañana había recibido en su despacho. Eran fotos aéreas de una zona boscosa. Abarcaban un área de varios kilómetros cuadrados. Para lograrlo, el avión había ascendido hasta una altitud desde la que los árboles perdían su individualidad y formaban un manto espeso, provisto de una gama inimaginada de verdes. Había sido necesario aguardar varios días para que se presentaran las condiciones idóneas: cielo despejado y atmósfera diáfana. La perfecta verticalidad con que habían sido tomadas —a mediodía, para evitar sombras que ocultaran partes del terreno— resultaba sobrecogedora.
Explicó al bebé cómo había unido las fotografías sobre su escritorio, como si de un rompecabezas se tratara. El resultado había sido un paisaje que incluía estribaciones montañosas de granito gris, la cinta negra de una carretera y, cruzando transversalmente el conjunto, un río, motivo éste de las fotografías pues existía un proyecto para embalsar sus aguas y levantar una central hidráulica. Una parte del terreno que quedaría inundado era empleada por el ejército para la práctica de maniobras. Existía un conflicto entre ministerios.
Se entretuvo en los detalles: en los distintos tonos de los robles y las encinas; en las cicatrices marrones de los cortafuegos; en el incendio forestal presente en una fotografía, con dos frentes avanzando en cuña; en la zona quemada, negra y lustrosa vista desde las alturas; en los penachos de humo; en el destello captado por la cámara —como el de un niño que jugara con un espejo—, provocado por el sol en el techo de un camión de bomberos.
Hasta ese momento el bebé se había movido de forma abotargada en su cuna, abriendo y cerrando las manitas en busca de asidero, con sus ojos yendo de un punto a otro, distinguiendo sólo formas vagas. Pero entonces se quedó inmóvil y fijó los ojos en su padre. Como si quisiera contemplar por sí mismo aquel paisaje magnífico que le estaba siendo descrito.
Después recorrió la habitación con la vista, tembloroso y aturdido, inmerso en el trauma de descubrir la profundidad y la perspectiva. Se agitó ante el colgante de gaviotas y peces voladores que pendía encima de la cuna.
Por último volvió a posar los ojos sobre la figura que se hallaba a su lado, y la observó con una atención que albergaba reconocimiento, fijando para siempre en la mente el rostro de su padre.
A continuación cerró los párpados y se relajó poco a poco, sumiéndose en un mundo de sueños sin mácula.
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