Regino
Martín Pérez
“El
kilo de dátiles”
Mi madre estampó la caja de un kilo de dátiles contra el suelo de la cocina y el gato, que había permanecido enroscado en la esquina de la encimera, corrió hasta desaparecer en la oscuridad del pasillo.
No se podía seguir más tiempo
fingiendo que todo lo que había ocurrido, no existía. La casa vivía anestesiada
desde hacía más de seis meses. Todos asistíamos al espectáculo de nuestras vidas,
como sonámbulos de nuestra propia existencia. Mi hermano pequeño, que apenas
era un adolescente y yo, éramos una parte de los personajes de aquel teatro. Perdimos
nuestros nombres. Mi madre para dirigirse a mí, con un “nena” ya tenía
suficiente. Se perdió la individualidad de los apelativos. Desde hacía medio
año, éramos un tú, un yo y un él. Nada más. El gato había pasado a llamarse “el
bicho”, olvidamos su denominación.
Los dátiles se aplastaron contra el
suelo y su blanda consistencia se tornó formas pegajosas sobre las baldosas de
la cocina. Sobre ese suelo que mi madre tanto había tardado en elegir, se formó
aquel amasijo de suciedad sobrevenida. La casa en la que vivíamos era nueva,
fruto de los muchos esfuerzos realizados por mis padres durante una vida de
sacrificios. La hipoteca fue el precio de aquel lugar de mayor confort. Pero
desde hace unos meses, la carga quedó eliminada. Un seguro la canceló, de
manera abrupta. Una crueldad beneficiosa.
Mi madre levantó la caja con una
fuerza y destreza que yo jamás había visto. Ni cuando se enfadó aquel día en
que rompí con mi último novio, el supuesto hombre ideal para mis padres. Un
absurdo tipo al que llegué sin saber qué hacía con mi vida, pero él decidió que
éramos la encarnación de la pareja ideal. Desde que entró en mi casa, se dedicó
a seducir a mis padres. Yo asistía absorta a los movimientos sinuosos y
elegantes de un joven que galantea con la suegra, y alaba descaradamente al
suegro. Un verdadero patán que aun no entiendo cómo convertí en mi pretendiente.
El día que informé a mis padres del finiquito que le había firmado, mi madre
enfureció como jamás había estado. Vi volar trastos por los aires y proclamar
injurias y profundas maldiciones. “¡Desgraciada, no encontraras hombre mejor
en tu vida!” Con un rotundo “tienes una vida entera para llorar”, me
condenó a la eterna ausencia de pareja. Mi vida no dejó de mejorar desde que la
distancia por aquel perturbador galán se fue ampliando. Él era la ausencia de
contenido que me llevaba a la nada. Menos mal que mi abuela me lo advirtió,
ella sí que supo verlo. Me confesó que su hija, mi madre, no lo entendería,
porque ella nunca había tenido buen ojo con los hombres.
La casa siempre estaba en silencio,
apenas la televisión rompía la monotonía, con los largos telediarios que nos
ponían al día de la actualidad. Una retahíla de horrores y de desastres que
adornaban nuestras comidas y cenas ausentes de cualquier ruido que no fuera
masticar. En apenas unos meses, nuestra existencia aparecía carente de
preocupaciones.
Mi madre permanecía presente de una
ausente manera. El kilo de dátiles sirvió para romperlo todo. Gritó y chilló,
insultando a todo el mundo. La voz se le quebró y se apagó entre los aullidos
que iban saliendo de su boca. El gato, como acto preventivo, se ausentó de todo
aquello. Yo no pude evitarlo, intentar frenarla, pero no era lo que se podía
hacer, el huracán se había desatado, había estado reprimido demasiado tiempo.
Mi padre y mi hermana mayor, hace
más de seis meses que no regresaron a casa. Mi padre fue a recogerla a la
estación del tren en dónde había llegado. Los azares del destino la llevaron a
acabar en un tren de alta velocidad que se quedaba en Alicante. Mi padre bajó
desde Valencia a por ella. No regresaron a casa ninguno de los dos. Mi madre
tuvo a bien discutir con él antes de irse. En su volcánico carácter, le deseó
que no volviera jamás. Así lo hizo, pero mi hermana mayor iba junto con ese
deseo.
El vacío nos presenta múltiples
facetas, carencias de sí mismo de las que nadie puede entender nada. Mi madre
con la caja de dátiles había decidido que no había nada que celebrar. No había
Navidad ni fiesta que honrar. No se produciría ninguna comida, tampoco habría
cena. Y esos dulces frutos de la palmera, eran parte de una herejía que ella no
estaba dispuesta a soportar.
En medio de esta cocina estoy, a
pesar de las ganas que tenía de irme cuando noté que el dolor la poseía, no
quería volver a llorar. Estoy harta de hacerlo, no puedo seguir entregada un
minuto más a ese sentimiento. Mi hermano me busca con la mirada, está
desorientado. Aún no ha concluido su adolescencia y los referentes se le
pierden por la carretera. Mi madre no deja un gramo de oxígeno en aquella
cocina, todo lo absorbe, todo lo retiene. Los que asistimos al espectáculo, no
podemos, ni queremos estar. Ya no hay lagrimas que soltar. Todas se
convirtieron en sufrimiento.
Cuando el dolor te llena, no hay que
hacer nada más. Llorar es aliviarlo, y solo el mundo que está contigo, desea
que siga. No hay nada qué decir, sufrir es lo único.
Mi madre grita su odio a la Navidad,
a los buenos deseos, mientras se derrumba en el suelo, sobre los dátiles
estampados. El amasijo de suciedad y azúcar se juntan y apelotonan sobre su cuerpo.
El silencio se combina con los gritos y llantos.
Yo no quiero verter más lágrimas, me
lo juré y apenas rompo mi promesa, pero lo hago en soledad. No deseo que mi
mundo se convierta en una mala copia del que vi con mi abuela paterna, que
vivía en una casa asolada por la ausencia del marido muerto hacía ya demasiados
años. Ya no soy joven, en apenas medio año, pasé de ser una alegre veinteañera,
a convertirme en una mujer de veinte años. Ahora me posee la vida, y no
entiendo la mentira de no vivir. Tuvo que morir mi padre y mi hermana, para
darme cuenta de lo que tenía, mi vida. Es sencillamente horrible.
Aún creo que puedo recoger a mi
madre del suelo y limpiar los dátiles, antes de que se cristalice el azúcar y
se forme un capa que no se podrá quitar.
Necesito limpiar el suelo, y mi
hermano me ayuda. Él quiere hacer algo que sea útil, en medio de una vida
carente de funcionalidad.
Aún no llega el momento en que todo
vuelva a ser cotidianeidad, un día más. Los dátiles serán entonces frutos
dulces de la palmera, y la Navidad, no será ese lugar infecto en el que la vida
se celebra y los ausentes se tornan tan presentes.
Hay noches en que percibo como se
abre la puerta y oigo a mi padre y mi hermana que entran en casa, mientras el
tintineo de las llaves me dice que están cerrando la puerta.
Mi hermano y yo recogemos del suelo a
mi madre y tiramos los dátiles a la basura. Mi madre ya no llora, ahora solo
respira. Un hilo de baba le recorre la boca. Trozos de dátil se han pegado a su
cara. Todo ha quedado apelmazado en esa gomosa sustancia. El azúcar no endulza,
solo es pegajoso.
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