martes, 7 de noviembre de 2023

Lolita de Malcocinado


Los muertos nos cuentan cosas. Parecía que esa afirmación saliera por la boca de la manicurista unas cuantas veces al día, irónicamente acompañada del aliento dulzón que le regalaba el consumo incesante de chicles de sandía. Claudia torció el gesto sin disimulo. A cada minuto que pasaba, a la joven le costaba más y más atender a los requerimientos de la señora estrafalaria que le limaba las uñas.

Ay hija, estate quietecita, anda. Si al final todo será hacerse, digo yo, pero esto de que te me muevas tanto… Yo estoy acostumbrada a la quietud pasmosa, entonces, hazme el favor, quédate así como estás ahora, que estás muy bien. 

Ciertamente, Blanquita estaba habituada a otro tipo de público. Solo llevaba seis meses en el centro de estética, con clientas que chistaban cuando ella apretaba demasiado la carne por accidente. Seis meses no era nada, se repetía a sí misma constantemente. Seis meses no era nada convertido en un mantra. Qué eran seis meses, nada, nada, sobre todo comparados con los veintidós años que había estado ella en el tanatorio de Malcocinado lavando, maquillando, amortajando, despidiéndose de fallecidos que no eran los suyos, acuñando una pena sin nombre ni rostro que se sacudía de encima cada mañana con los restos del champú seco del Mercadona. Hacía seis meses, sin embargo, esos veintidós años tampoco debieron parecerle mucho a la nueva gerencia de la funeraria, que trasladó desde la capital a su equipo altísimamente formado con cursos y posgrados deshaciéndose de Blanquita, que todo había aprendido a hacerlo sin necesidad de título alguno. Entonces, en su cincuentena, a la tanatopractora solo le abrió los brazos su prima, la peluquera, que le ofreció un puesto en su negocio.

Niña, te suda mucho la mano, relájate un poco. Claudia suspiró y rotó las escápulas hacia atrás. Blanquita parloteaba sin parar, decía cosas y cosas, y más cosas a las que ella no terminaba de prestarle atención. Solo la escuchaba realmente cuando su tono de voz se tornaba autoritario para dar alguna de sus órdenes. Por lo demás, la universitaria no perdía detalle de los movimientos y las intenciones de la manicurista. Tenía su atención ahora obsesivamente fijada en un alicatito de acero brillante que acababa de aparecer de una suerte de lavavajillas, y cuyo cometido no era capaz de prever. Cuando Blanquita le cortó el primer trozo de cutícula, Claudia siseó enseñando los dientes, más por la impresión de lo desconocido que por cualquier tipo de dolor.

Blanquita soltó una carcajada. ¡Ay, hija! ¡No seas exagerada! Es la primera vez que vienes, ¿verdad? El mohín de Claudia le despertó ternura. Qué dentadura tan bonita tienes. Ahora todas las chiquillas tenéis los dientes blanquísimos y colocadísimos, con esto de los aparatos. En mi época no se estilaba tanto, mira, mira yo cómo tengo esto de apiñado. Me acuerdo de la primera vez que me di cuenta, aunque anda que no hace años ya. Llevaba igual yo cinco años en el tanatorio, y me entró una muchacha que yo creo que rondaría la edad que tienes tú ahora. Claudia se convirtió en el público más atento que Blanquita pudiera desear. La familia estaba descompuesta, claro, imagínate. Me pidieron que la embalsamara, porque querían hacerle un velatorio a ataúd abierto. La pobrecita mía estaba celebrando el final del verano con los amigos, pero tuvo un mal resbalón en la piscina y se quedó en ese golpe, una cosa… Me llegó del hospital tieeeesa tiesa tiesa, no había manera de moverla. Yo tenía algo que siempre que lo hacía, me funcionaba. No he querido nunca buscarle una explicación, pero cuando la gente me llegaba así, fíjate, que yo empezaba a hablarles con mucho cariño. Me aprendía su nombre, les pedía permiso para tocarles aquí o allá, les explicaba que tenía que lavarlos y todo el resto de cosas que me tocara hacer ese día. Y entonces ellos ya se dejaban hacer. Se destensaban, se volvían manejables, parecía que ahí ya estuvieran más tranquilitos y en paz. Al final piensa que qué sitio más extraño, ¿no? Entiendo yo que para la gente que no está acostumbrada, pues esa camilla de metal frío, esos instrumentos, que una desconocida te toque en todos los sitios que te había tocado antes la gente que te quiere, y en los que no te había tocado nadie... Digo yo que lo mínimo es presentarse y trabajar con mucho cuidado y respeto. Claudia había dejado de prestar atención a las maniobras de Blanquita que, mientras hablaba, seguía trabajando con un detallismo pasmoso. A ninguna de las dos le importaban las pequeñas perlas carmesí que a veces brotaban de los bordes de las uñas de la universitaria; el dolor y el pudor habían dejado de existir para ambas. Esta muchacha se llamaba María Dolores, pero yo le vi más carita de Lola. A Lola me acuerdo de que, mientras la preparaba, le contaba que toda su familia estaba muy orgullosa de ella. Que la esperaban fuera con mucho amor y mucha alegría, que siempre habían sabido que se convertiría en muy buena periodista, y estaban contentísimos de que apenas quedara una semana para su graduación. Le dije, Lolita, porque así la llamaba su abuela, Lolita, te voy a poner el vestido que habías elegido para graduarte, que me lo ha traído tu madre. Y me ha dicho que te ponga el pintalabios burdeos que tanto te gusta, aunque no sea muy veraniego, porque tú te mereces solo lo más bonito, y con ese pintalabios estás primorosa. Cuando le estaba pintando los labios es cuando le vi esos dientes tan ordenaditos, parecidos a los tuyos. Yo a la chiquilla nunca la había visto sonreír, ni tan siquiera en fotos, pero mira, le dije que tenía una sonrisa preciosa. A esta altura de la historia, Claudia se había desinflado. Contenía la respiración y el llanto, los ojos le escocían, le temblaba la barbilla. La imagen que tenía de Blanquita, hasta entonces similar a la de un peluche viejo y despeinado, se había suavizado paulatinamente, y la señora le empezó a recordar un poco a su tía. Lolita estaba como una rosa cuando acabamos. Yo creo, hija, que estaba hasta contenta, de alguna manera. Y no veas la que se formó en el tanatorio, creo que ni su familia se lo esperaba. Cuando salí a recibirles eran un manojito de nervios y lloros. Estaban ellos solos en el salón, los padres, la hermana y las abuelas. Pero por la puerta de cristal se veía una marabunta de gente que ni sé decirte dónde acababa. Resulta que, además de medio pueblo, claro, vinieron todos los amigos de la facultad de la chiquilla, todos con sus trajes de graduación ataviados. Al final ya sabes cómo son los hombres de aburridos para vestir, todos siempre con traje azul marino, o negro, si alguno se atreve se va al marrón... Pero las muchachas venían con unos vestidos de colores que convirtieron el tanatorio en una fiesta. Le pidieron permiso a la madre de Lola para ponerle la bandita esa que usáis cuando os termináis la carrera, y fue lo último que le coloqué yo con mucho cuidado. No había visto nunca tanta flor junta en esa sala, ni recuerdo haber llorado tanto con otro de mis muertos, la verdad.

Blanquita y Claudia se miraron a los ojos por primera vez, las dos con la mirada vidriosa. Se regalaron unas sonrisas tímidas y afectadas, las manos de una sobre las de la otra, antes de que la manicurista volviera a echar a hablar. Bueno, dime, niña, ¿qué color vas a querer que te ponga?

Píntame las uñas burdeos, que la semana que viene me gradúo.


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Hola chicas! Os dejo mi segunda tarea para la clase práctica. Relato con narrador omnisciente a partir de los elementos salón de uñas, tanatopraxia y dentadura.


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