martes, 7 de noviembre de 2023

Las verdades, a la cara - Nacho López

 «Mira por dónde, ayer Julián también me pidió que me la quitase para chupársela», quiso decir Marisa en voz alta tras la impertinencia que acababa de soltar su marido; pero solo lo pensó. No quería discutir, y además se le quemaban las tostadas. Escuchó el portazo de Antonio y se quedó desayunando sola en la cocina. «Nunca entenderé a la gente que se queda sin comer por echar cuatro polvos al mes», pensó mientras veía deshacerse la mantequilla sobre la tostada recién hecha.


Marisa trabajaba en la única esteticién que había en el pueblo, donde acostumbraban a sacarle brillo a algo más que a las uñas de las clientas. Al fondo, detrás de la cortina que separaba el salón de la trastienda, había un cuartito con una cama, una ducha y una puerta que daba al callejón de atrás, custodiada por un tal Anselmo, al que le daban cuatro duros por controlar quién entraba y quién salía, y por hacerse el loco cuando veía pasar por allí a Germán el Policía. La semana anterior, de hecho, Marisa había tenido que subirle el sueldo:

— Señorita, es la cuarta vez que pasa hoy por aquí Germán. Tengo miedo señorita. Si no me da una moneda más cada día yo me voy a mi casa y esta puerta que se cuide sola — dijo Anselmo.

— Toma la moneda y calla. Y cuando llegue Julián, le dices que llega tarde, que se de prisa, que está Marisa esperándolo con los dientes quitados.

— ¿No le duele cuando se arranca los dientes, señorita?

— No me los arranco, me los quito y me los pongo cuando quiero.

— ¿Y para qué se los quita cuando llega Julián?

— Para comerle la polla, Anselmo. No va a ser para hacerme fotos con él.

Anselmo soltó una carcajada como si le hubiesen contado un chiste buenísimo. Ocultarle el secreto de la trastienda al pobre Anselmo era tan solo cuestión de contarle las verdades a la cara.  Como quien, jugando al Mentiroso, dice una mentira tan convencido de sí mismo que el siguiente jugador no se atreve a levantarle las cartas.



***


«Marisa, el día que te mueras, guardaré bien tu dentadura, así podré seguir escuchándote siempre». Antonio amaba a su mujer, pero amaba todavía más su trabajo, sobre todo, por el silencio que reinaba mientras lo desempeñaba. Cada vez que cruzaba la doble puerta metálica de los bajos del tanatorio, había dos cosas que lo impregnaban todo: el silencio y el olor a formol. Ese día salió de casa más temprano, alborotado. No pudo ni tomar el café tranquilo. «Sabes que no me gusta de buena mañana, pero te pediría que me la chuparas solo por verte callar un rato. Es que pareces una radio, Marisa». Él siempre bromeaba con que su mujer estaba mucho más guapa cuando se quitaba la dentadura. Pero no por los morritos que se le quedaban al quitársela, si no porque, por un rato, callaba. Aún así, y a pesar de las bromas, Antonio siempre que podía robaba para Marisa un ramo de flores al salir del trabajo. «Ponte ahí con el ramo y quítate la dentadura, que voy a hacerte una foto.»


Cuando llegó al trabajo ese día, encontró el tanatorio abarrotado. Había fallecido Anselmo Rodríguez. No le conocía personalmente pero sabía perfectamente quién era. Anselmo era una de esas personas que lleva en el pueblo toda la vida. Como la estatua de la plaza, Anselmo era ya parte del mobiliario urbano. Hijo del kiosquero, casi se mató en un accidente de tráfico y quedó un poco tocado, y ahora paseaba por el pueblo pidiendo monedas. Antonio lo del accidente lo sabía porque, en general, el pueblo entero parecía llevar también dentadura postiza, y del mismo fabricante que la de su mujer. Cuando pensaba en ello, Antonio siempre imaginaba en su cabeza una dentadura de juguete, de las que les das cuerda y caminan solas por la mesa. «Deberían quitárselas todos y guardarlas bajo llave. Es que la gente no calla. Todo lo saben, y si no, se lo inventan.» 


Antonio supo enseguida la labor tan importante que tenía ese día por delante, dejando a Anselmo presentable para que el pueblo le diese su último adiós. En los pueblos nunca suele pasar nada, y cuando pasa, los protagonistas siempre suelen ser los mismos. Por ende Antonio sabía que ese ser humano seguiría vivo mucho tiempo en el recuerdo de todos. Su nombre seguiría sonando como un eco en la panadería y en la esquina del kiosco (el del padre de Anselmo, ahora regentado por un marroquí. También a la salida del colegio, cuando las madres —con las mochilas de sus hijos apoyadas en el brazo, como quien apoya el abrigo en primavera, cargando con él aun sabiendo que no le va a hacer falta— opinaran, como si les fuese la vida en ello, sobre «la vida tan desgraciada que el pobre llevó desde aquel accidente.»



***


— No vayas a la esteti, acaban de encontrar a Anselmo muerto en la puerta trasera y lo llevan para el tanatorio. La esteti cerrada por orden judicial. 

— Madre mía, ¿qué ha pasado? Pobre Anselmito.

— No sé qué coño ha pasado pero a tu marido le espera un día cojonudo. Lo bueno es que tú hoy no curras. Ahora me paso, desayunas, y nos acercamos sin prisa para allá.

— Vale, pero yo ya he desayunado.

— No me has entendido.

— Eres un cerdo gilipollas.

Julián colgó el teléfono y recordó la última conversación que tuvo con Anselmo, justo antes de entrar por la puerta trasera de la esteticien:

— Julián, ayer te vi salir de casa de Angelines. ¿Has probado sus pasteles de boniato? Ayer me bajó dos pasteles a la plaza y estaban tan ricos que por la noche soñé con ellos.

— ¿Pasteles de boniato? Yo pensaba que lo único dulce que había en esa casa era un coño y dos tetas. ¡Coño Anselmo, ahora voy a tener que volver a probar esos pasteles!

Sonrió al recordarlo. Julián se follaba a la mujer de su mejor amigo, y a otras tantas mujeres casadas del pueblo. Volvió a levantar el teléfono y le mandó un mensaje a Antonio, sabiendo que si le llamaba por teléfono no se lo iba a coger:

«Amigo mío, mi mejor amigo, qué poco me gustaría ser tú en un día como hoy. Déjalo guapo, que ahora vamos todos a despedirnos de él. Ahora recojo a Marisa y vamos para allá. Pero antes me la voy a follar. Es broma. Llámame cuando leas esto.» 



***


Anselmo hizo bien la siesta ese día, y cuando salió el último hombre por la puerta de atrás de la esteticién, él no tenía nada de sueño, así que decidió seguirle. El hombre delante y Anselmo detrás, como un trenecito, le dieron la vuelta entera al pueblo, haciendo paradas en varios lugares, en los que el hombre iba dejando pequeñas bolsitas transparentes con pastillas de colores. Anselmo había hecho la siesta, pero no había cenado, y las pastillas le parecieron harto apetitosas. Cuando acabaron la ruta, Anselmo debía llevar en el cuerpo unos 50 gramos del éxtasis más puro de toda Extremadura. «Ahora tengo todavía menos sueño y todavía más hambre», pensó. 


Pensó eso y muchas cosas más. Su cerebro se encendió como un chispazo de luz. Pensó en los hombres que entraban y salían todos los días por la puerta trasera de la esteticien. Se preguntó por qué debía hacerse el loco cuando Germán pasaba por allí. Y por qué le hacían tanta gracia los chistes que le contaban Julián y Marisa. Empezó a alucinar. Recordó su vida antes del accidente. Recordó el valor del dinero, y lo comparó con lo pobre que era ahora. Recordó que le gustaba salir de fiesta, y se lo pasaba genial con las pastillas de colores. Pensó en Angelines, pero no precisamente en sus pasteles de boniato. Fue como despertar de su letargo. 


Gobernado por el éxtasis, quiso volver a la esteticién. Quería romper cosas, tenía ganas de vengarse. Pero su cuerpo estaba a punto de explotar. Al llegar a la puerta trasera, sacó su móvil a duras penas y se vió a sí mismo en el reflejo de la pantalla. 

— Que les follen a todos esos hijos de puta. A ver quién les cuida ahora la puerta mientras entran ahí a que se la chupe una sin dientes — dijo. Y se desplomó.


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