SALÓN SHIBUYA
Siempre has llevado ventaja a los rayos de sol, pero el despertador hoy te sorprende a persiana bajada; a persiana bajada porque te lo estabas pasando muy bien, demasiado bien. Hace un minuto eras dueña de la noche, arquitecta de la fiesta, doctora en excesos, sommelier de química, vedette, diablo, filósofa: lo que tú quieras, pero hace un minuto. “¿Son las once ya?” dice Lola al coger tu teléfono. Se te ha ido completamente. “Tía, se me ha ido, se me ha ido totalmente” dices tú mientras apagas la alarma, que zumba sin parar. Dices, “tengo que ir a hacerme las uñas al curro de Mei, como la deje tirada se va a picar”. También dices, “tendré que bajar un poco esto”, entonces tus amigos te hacen hueco en el sofá y acabas con lo que queda de coca. Lanzas un beso al aire, coges un puñado de chucherías para quitarte el mal sabor de boca, y sales a la calle protegida por la omnisciencia que generan tus gafas de sol. O eso crees.
El salón está cerca, pero empiezas a notar que la calle se está alargando. Cuanto más caminas, más lejos está el salón. Empiezas a notar la boca pastosa, tienes mucha sed. Te sientes desorientada y enciendes el GPS, entonces ves un mensaje de Lola llamándote loca porque nosequé de unas gominolas de THC, pero en ese momento no te da para acordarte de lo que es el THC. De repente, aparece delante tuya, como un espejismo, un cartel fucsia donde se lee “Salón Shibuya”. “Es aquí”, piensas, aliviada. Unas chicas te están mirando, y preguntas por el baño para beber un poco de agua; te dicen que está al final del pasillo, a la izquierda. “Fondo derecha”, piensas tú, con el cerebro igual de espeso que la saliva. El pasillo se dilata como un agujero de gusano, y giras a la derecha, atravesando una cortina turquesa. Esa habitación no es un baño: entras en un recibidor donde hay tres mujeres, una de ellas tendida en una extraña cama. “Ay, ves. Es que la gente está empezando ya a llegar. Por Dios, a ver si llega ya Enrique”, dice una mujer con los pechos abruptamente operados. “Pero mira cómo lleva los ojos de tanto llorar, la pobre criatura. Siéntate aquí con la Yasmina y conmigo” dice otra de ojos azules mientras prende un cigarro con otro cigarro. Añade, “nosotras también queríamos mucho a La Ceci, ¿sabes?”. Entonces reparas que en la habitación sois cuatro mujeres, tres vivas y una muerta. Te cuesta tragar saliva.
Te cuentan que para ellas La Ceci fue primero madame y después mamá, que fue el aval del piso de Yasmina, y a Cata la ayudó a sacarse el grado medio. Entra entonces un hombre de unos setenta años con maletín, lleva un peinado insultante, a lo Santiago Segura. Se queda mirándote a los ojos y dice, “Hola, soy el tanatopractor”. “Enrique, has dicho que te ibas a almorzar hace dos horas” espeta Cata. A ello, Enrique responde que había tardado mucho la brascada. “Que brascada ni que brascada, si hueles a destilado que da vergüenza” sigue Yasmina, “deja a La Ceci guapa de una vez, las chicas van a llegar con las flores y todavía tiene la boca abierta”. Enrique, que mira el cadáver con tristeza, de repente se da la vuelta violentamente, levanta una mano enjuta y temblorosa hacia las chicas, y grita: “¡los dientes no están, cuando me he ido todavía estaban!”. Ahora Enrique te mira a ti, que no sabes dónde estás, y mientras sudas todo lo de la noche anterior, grita: “¡Cabrona! ¿has venido a por los empastes de oro, verdad?” . Va acercándose cada vez más. Empiezas a ver la habitación en ojo de pez mientras grita, “¡Aléjate de mi amor!”. De pronto alguien te desconecta.
Oyes un murmullo, despiertas. Todavía tienes los ojos cerrados, sabes que estás en otra sala. Afinas el oído y oyes a Cata decir: “Animal, eres un animal, ¡si la chavala quisiera algo hubiese cogido las joyas!”. Abres los ojos y lo primero que ves es una enorme lámpara de araña. Las paredes a tu alrededor intentan disimular el gotelé mediante cenefas azul claro con motivos florales. Entre las sábanas de rosas, muebles antiguos pintados con colores pastel, el diván de terciopelo amarillo y cojines naranja con flecos, parece que estés en una habitación temática. Te sientes por un segundo la Bella Durmiente de Vallecas, hasta que vuelves a tener sed. En la mesita de noche hay un vaso con agua, entonces bebes. Algo reluce en el fondo del vaso, entonces escupes y dices “¡Joder!”, mientras sales por la puerta. Gritas, “¡Enrique!” con una dentadura postiza en la mano. Enrique coge la dentadura e inmediatamente rompe a llorar, las chicas intentan consolarlo mientras tú dices que sales a tomar un poco el aire. Al cruzar de nuevo la cortina turquesa, te encuentras con una primavera de mujeres. Esquivando pechos, bolsos, caderas y ramos de flores, consigues salir del pasillo, que ahora parece más corto. Ves a una chica reponiendo un estante con botecitos de acetona, y decides preguntarle por Mei. Te responde que hoy libra. Decides escribirle a Mei para disculparte, y en casa, mientras te lavas los dientes, llega una nota de voz suya a tu móvil: “Estás empanada, la cita la tienes el viernes que viene. Te llamo luego, que estoy de camino a un velatorio.”
EJERCICIO 2. Narrador: segunda persona. Sitio: salón de uñas que es tapadera de un puticlub. Tenía que aparecer un tanatopractor y una dentadura.
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