Al desierto de actividad laboral, lo sucedió un tremendo
trajín de maletas con ruedas que repiqueteaban sobre el asfalto a las horas más
intempestivas. Después del reseteo, como un champiñón, surgió una cafetería con
luces de navidad donde para mi sorpresa no servían cañas porque su nicho de
mercado eran exclusivamente los productos healthy. Mientras me familiarizaba con
los últimos cambios en la actividad terciaria de las cuatro calles que
configuraban mi mundo, decidí que debía renovar levemente el negocio o cerrarlo
para siempre. Ahora eran bastantes los extranjeros que pegaban sus narices a los
escaparates, incluso los que se atrevían a franquear la entrada para fotografiar
las cabezas de ciervo y los guacamayos azules. Algunos me pedían mi cuenta de
Instagram y exclamaban con un asombro impropio “It´s Cool” o “Hübsch”
Soy
taxidermista por vía paterna. Mi abuelo D. Ubaldo Benítez era el encargado de
embalsamar a todos los toros finiquitados en la ciudad. Amigo de cazadores y
toreros montó el taller en los cincuenta. Yo me crie en la trastienda rodeado de
muerte, escarpelos, bisturíes y ojos de cristal. Nunca fui buen estudiante,
quizá tener que hacer los deberes en una mesa de disección junto a un jabalí aun
caliente no contribuyó demasiado a mi equilibrio emocional, pero la verdad es
que entonces lo viví con una naturalidad aplastante. Terminé heredando el dinero
y el negocio familiar por mi escasa iniciativa y formación. Me sumergí en el
aburrimiento y en la excentricidad de los clientes y me conformé con aprender a
vaciar vísceras, tensar pieles y oler a muerte. Nunca estuve a la altura del
abuelo porque mis obras lamentablemente tenían cierto cariz avieso, y
transmitían una sensación inquietante, aunque ya se sabe que las comparaciones
siempre resultan odiosas.
De entre las nuevas incorporaciones al tejido
comercial el Beijin Nail Center al otro lado de la calle resultó un completo
descubrimiento. Sus coloridos gatos de la fortuna, orquídeas de plástico y
neones parpadeantes se convirtieron en un reclamo de difícil resistencia, pero
el imán que me atraía cada mañana era su gerente Lán sé tian´erong (Terciopelo
azul, para los no avanzados en mandarín) Una criatura diminuta de piel casi
transparente. Me resistí durante un par de semanas, pero al decimosexto día pedí
cita. “Manicura completa con masaje” chapurreó al anotar la hora, yo asentí
ansioso y corrí a comprar una colonia intensa para intentar diluir mi aroma
profesional.
El día de nuestra primera cita imperó el silencio. El pelo de Lán
exacto y negro caía sobre mis manos mientras pelaba cutículas con esmero, al
acabar abrió su bata y exclamó asomando sus pechos infantiles:
- ¿Tú… postre?
Tras rozar ligeramente su pálido pezón izquierdo, impresionado, me escusé como
pude, pagué y corrí a mi guarida. Allí entre dos halcones peregrinos y una
grulla coronada me dediqué a planear nuestro siguiente encuentro. Nunca tuve las
manos tan cuidadas, semanalmente me dejaba caer por la trastienda del salón
hasta conocer como la palma de mi mano la geografía física de Lán.
La fama de
sus manicuras y sus postres corrió por el barrio y pronto comenzaron a escasear
las horas libres en el dietario del Beijín Nail Center. Aparecía incluso
recomendado en Tripadvisor lo que originó un aluvión de esos extranjeros de
maletas ruidosas que acogíamos obligatoriamente como vecinos temporales. Lán
como buena comerciante tradujo su lista de precios al inglés y parecía encantada
con su popularidad. Yo simultáneamente comencé a desarrollar una desazón
creciente, una compulsión casi olvidada, un resorte muy hondo que no cedía con
nada.
Me ví completamente relegado, no tenía tiempo para atenderme y pasaba las
horas muertas escondido detrás del tigre de Bengala observando el trasiego con
unos viejos prismáticos. Cuando no podía soportar más la rabia me encerraba en
el taller y rozaba mis cuchillos y sierras con la dulzura de quien acaricia, les
sacaba brillo, los ordenaba según su importancia y finalmente los introducía en
un maletín de maravilloso cuero negro que se utilizaba en los desplazamientos a
domicilio.
Con la llegada del invierno y la disminución de la población
flotante, Lán volvió a sonreírme abiertamente. Incluso un día cruzó la calle con
su libro de reservas y me gritó desde el dintel:
- “¿Cuándo tu venir?
No me hice
de rogar, comprobé que el congelador estaba debidamente conectado, cogí el
maletín y corrí a su lado. Percibí el salón muy cambiado, las paredes acogían
fotografías de clientes satisfechos como los trofeos abatidos con los que yo
trabajaba. No encontrar mi imagen removió esa atávica sensación de apremio que
nunca me dejaba escapatoria. Después de explorarnos intensamente observé
sus ojos cerrados con media sonrisa, esa piel venosa parecía llamarme a gritos y
mis manos recordaban aquel gesto automático con el que, de niño partía el cuello
a los bebés de la gata Flora cada primavera. Lán se recostó cansada tras las
citas del día, mientras yo me levanté a tientas en busca del maletín, de fondo
la escuché:
- “Si tu sales deja 100 euros en mesa”
A mi regreso fue sencillo
arrebatarle el cordón de la bata y apretarlo en torno a su cuello, solo un
instante de sorpresa, un gesto de desconcierto, de rechazo, sin gritos, casi sin
violencia, una muerte aséptica. Tan solo una ligerísima línea amoratada frente a
la blancura transparente de su piel. Casi de inmediato apagué los neones y
apreté el botón que hace descender la persiana metálica, necesitaba intimidad,
disfrutar el momento, comí un par de caramelos de limón y tras vaciarme, con
suma delicadeza, clavé dos bisturís detrás de sus orejas, el abuelo Ubaldo
siempre me explicó que era la mejor posición para despegar la piel con facilidad
No hay comentarios:
Publicar un comentario