domingo, 5 de noviembre de 2023

TAXIDERMIA BENÍTEZ

Hace mucho que el barrio ya no es el de antes. Años, la gentrificación lo llaman. Primero desapareció la zapatería de Marcela, después la librería de D. Amaro que tanto me ayudó con el bachillerato, en apenas meses cerraron el quiosco y la pastelería. Los bajos se fueron tiñendo de persianas gises y carteles de inmobiliarias. Solo conseguíamos sobrevivir momentáneamente la farmacia, el bar de la esquina que en su nueva etapa había mutado las bravas por los rollitos de primavera, y yo, como propietario, CEO y único empleado de Taxidermia Benítez.

 Al desierto de actividad laboral, lo sucedió un tremendo trajín de maletas con ruedas que repiqueteaban sobre el asfalto a las horas más intempestivas. Después del reseteo, como un champiñón, surgió una cafetería con luces de navidad donde para mi sorpresa no servían cañas porque su nicho de mercado eran exclusivamente los productos healthy. Mientras me familiarizaba con los últimos cambios en la actividad terciaria de las cuatro calles que configuraban mi mundo, decidí que debía renovar levemente el negocio o cerrarlo para siempre. Ahora eran bastantes los extranjeros que pegaban sus narices a los escaparates, incluso los que se atrevían a franquear la entrada para fotografiar las cabezas de ciervo y los guacamayos azules. Algunos me pedían mi cuenta de Instagram y exclamaban con un asombro impropio “It´s Cool” o “Hübsch” 

Soy taxidermista por vía paterna. Mi abuelo D. Ubaldo Benítez era el encargado de embalsamar a todos los toros finiquitados en la ciudad. Amigo de cazadores y toreros montó el taller en los cincuenta. Yo me crie en la trastienda rodeado de muerte, escarpelos, bisturíes y ojos de cristal. Nunca fui buen estudiante, quizá tener que hacer los deberes en una mesa de disección junto a un jabalí aun caliente no contribuyó demasiado a mi equilibrio emocional, pero la verdad es que entonces lo viví con una naturalidad aplastante. Terminé heredando el dinero y el negocio familiar por mi escasa iniciativa y formación. Me sumergí en el aburrimiento y en la excentricidad de los clientes y me conformé con aprender a vaciar vísceras, tensar pieles y oler a muerte. Nunca estuve a la altura del abuelo porque mis obras lamentablemente tenían cierto cariz avieso, y transmitían una sensación inquietante, aunque ya se sabe que las comparaciones siempre resultan odiosas.

 De entre las nuevas incorporaciones al tejido comercial el Beijin Nail Center al otro lado de la calle resultó un completo descubrimiento. Sus coloridos gatos de la fortuna, orquídeas de plástico y neones parpadeantes se convirtieron en un reclamo de difícil resistencia, pero el imán que me atraía cada mañana era su gerente Lán sé tian´erong (Terciopelo azul, para los no avanzados en mandarín) Una criatura diminuta de piel casi transparente. Me resistí durante un par de semanas, pero al decimosexto día pedí cita. “Manicura completa con masaje” chapurreó al anotar la hora, yo asentí ansioso y corrí a comprar una colonia intensa para intentar diluir mi aroma profesional. 

El día de nuestra primera cita imperó el silencio. El pelo de Lán exacto y negro caía sobre mis manos mientras pelaba cutículas con esmero, al acabar abrió su bata y exclamó asomando sus pechos infantiles: 

- ¿Tú… postre? 

Tras rozar ligeramente su pálido pezón izquierdo, impresionado, me escusé como pude, pagué y corrí a mi guarida. Allí entre dos halcones peregrinos y una grulla coronada me dediqué a planear nuestro siguiente encuentro. Nunca tuve las manos tan cuidadas, semanalmente me dejaba caer por la trastienda del salón hasta conocer como la palma de mi mano la geografía física de Lán. 

La fama de sus manicuras y sus postres corrió por el barrio y pronto comenzaron a escasear las horas libres en el dietario del Beijín Nail Center. Aparecía incluso recomendado en Tripadvisor lo que originó un aluvión de esos extranjeros de maletas ruidosas que acogíamos obligatoriamente como vecinos temporales. Lán como buena comerciante tradujo su lista de precios al inglés y parecía encantada con su popularidad. Yo simultáneamente comencé a desarrollar una desazón creciente, una compulsión casi olvidada, un resorte muy hondo que no cedía con nada. 

Me ví completamente relegado, no tenía tiempo para atenderme y pasaba las horas muertas escondido detrás del tigre de Bengala observando el trasiego con unos viejos prismáticos. Cuando no podía soportar más la rabia me encerraba en el taller y rozaba mis cuchillos y sierras con la dulzura de quien acaricia, les sacaba brillo, los ordenaba según su importancia y finalmente los introducía en un maletín de maravilloso cuero negro que se utilizaba en los desplazamientos a domicilio.

 Con la llegada del invierno y la disminución de la población flotante, Lán volvió a sonreírme abiertamente. Incluso un día cruzó la calle con su libro de reservas y me gritó desde el dintel: 

- “¿Cuándo tu venir? 

No me hice de rogar, comprobé que el congelador estaba debidamente conectado, cogí el maletín y corrí a su lado. Percibí el salón muy cambiado, las paredes acogían fotografías de clientes satisfechos como los trofeos abatidos con los que yo trabajaba. No encontrar mi imagen removió esa atávica sensación de apremio que nunca me dejaba escapatoria. Después de explorarnos intensamente observé sus ojos cerrados con media sonrisa, esa piel venosa parecía llamarme a gritos y mis manos recordaban aquel gesto automático con el que, de niño partía el cuello a los bebés de la gata Flora cada primavera. Lán se recostó cansada tras las citas del día, mientras yo me levanté a tientas en busca del maletín, de fondo la escuché:

 - “Si tu sales deja 100 euros en mesa” 

A mi regreso fue sencillo arrebatarle el cordón de la bata y apretarlo en torno a su cuello, solo un instante de sorpresa, un gesto de desconcierto, de rechazo, sin gritos, casi sin violencia, una muerte aséptica. Tan solo una ligerísima línea amoratada frente a la blancura transparente de su piel. Casi de inmediato apagué los neones y apreté el botón que hace descender la persiana metálica, necesitaba intimidad, disfrutar el momento, comí un par de caramelos de limón y tras vaciarme, con suma delicadeza, clavé dos bisturís detrás de sus orejas, el abuelo Ubaldo siempre me explicó que era la mejor posición para despegar la piel con facilidad

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