miércoles, 18 de octubre de 2023

relato de Regino

 Llegar a casa y encontrarte refunfuñando, es lo máximo que he podido
conseguir en este último año. Ya no me sonríes, ya no me dices nada. A pesar
de todo, seguimos viendo crecer a nuestro tercer hijo, al fin un varón.
Deseabas tanto que hubiera un chico entre nosotros, que las niñas, te sabían a
poco.
Tu madre me explicó que sufriste mucho de pequeña, que la ausencia del
padre te dejó marcada. Tu progenitora que, como psicóloga, siempre busca
una explicación a todo. Alguna que su adorado Sigmund Freud bendiga. Pero a
mí, su elucubración no explica el vacío que nos preside.
Me culpas de todo, de los gritos de las niñas, de mi falta de atención contigo,
de mi exceso de atención, de mis constantes atenciones. Yo soy culpable, lo
sé. En mitad de esta vorágine que es una familia numerosa, no entiendo ya qué
debo hacer más. Según tu amiga Flora, “soy la representación del estereotipo
masculino del opresor heteropatriarcal, que ha conseguido ausentarse de su
machismo”, o lo que básicamente sería, un inocente con “posible culpabilidad”.
Tu me dices que debo atender a las niñas ya que el parto te dejó exhausta. No
has levantado cabeza desde que vino al mundo Leonardo, el hijo esperado.
Decidiste que debía llamarse así, no hubo manera de sacarte del trance
hipnótico en que quedaste al enterarte que no se qué actriz, había bautizado
así a su hijo. Pero fui advertido por la psicóloga, tu excelsa madre, que no
forzara una discusión con una mujer “traumatizada tras el desgarro del parto”.
Entonces me enteré de que había una vivencia de orfandad en la mujer recién
parida. Ella me hizo notar que yo no podía parir, y eso me condenaba al
fracaso existencial. Remarcó la igualdad entre hombre y fracaso.
Regreso con las niñas de las actividades y los baño a todos, tú apenas
consigues llegar a la cena. Fuiste con tu madre a un recado, y aún no llegas.
Siempre fantaseo con no volveros a ver más, a tu madre y a ti.
Llego al trabajo pronto y te llamo, para comprobar que está todo bien. El niño
ha despertado y lo he dejado en la guardería, tú convaleces todavía. Creo que
es una depresión post parto, o una sensación traumática dejada por los años
de convivencia. No sé exactamente qué es, tampoco me lo explicas. La casa
siempre suena como vacía cuando no estoy.
Anoche discutimos, como siempre, la culpa la tenía yo de todo. Según tú, el
matrimonio fue idea mía, la maternidad fue una ocurrencia loca, lo del hijo,
también. Te expliqué que organizaste la boda con tu madre y tus hermanas.

2
Las niñas llegaron sin pedir permiso, y el niño, fue tu obsesión desde el
principio. Querías un príncipe al que educar de verdad.
Ha pasado ya un año desde que nació Leonardo, pero sigues aferrada a esa
nueva vida que has adoptado. Teletrabajas a jornada reducida, y después, te
recuperas del parto haciendo deporte. También vida social. Llevo a las niñas al
colegio y el nene a la guardería. Voy al trabajo y después los recojo a todos.
Cada día hay nuevas actividades que complementar, ya que “hemos decidido”
que las niñas tengan estudios musicales. El pequeño, aún es joven para
realizar nada.
Llego exhausto a casa, no hay nadie. Debo duchar y dar la cena a los tres
mosqueteros, después haré lo que pueda. El pedido del supermercado llega a
la única hora en que puedo recogerlo, al menos, hay reservas en la casa.
Las noches transcurren entre silencios y ausencias. Me convenciste de que mis
ronquidos no te dejaban dormir, en el séptimo mes tuve que irme a la
habitación de invitados, allí sigo. Me dejaste claro que no debía volver, hasta
que te recuperaras de todo lo que había ocurrido.
Si intento saber “qué ocurrió”, entonces empiezan los reproches. Aún no sé qué
he hecho realmente. Hemos formado una familia y estamos viviendo la
paternidad y la maternidad, como podemos. No estudié en la universidad un
grado de ser padre, tú tampoco el de madre. No fuimos a un “curso acelerado
para padres”. El problema soy yo, según me dices siempre. No soy capaz de
entender el alma y sus complejidades, mi testosterona bloquea el mecanismo
neuronal. En palabras de tu madre, “el típico ejemplar represor y reprimido del
sistema heteropatriarcal alienante”.
Los días se hacen cortos, las noches, eternamente largas. Oigo la casa, oigo
las respiraciones. Si tose Leonardo, o si la mayor, Gisella pide agua. La
segunda, Clara, duerme siempre de un tirón. Poseo la casa, respiro y siento
cada recoveco de ese lugar que construimos. Querías una casa con jardín y
piscina, a pesar de lo lejos que suponía irse a aquel pueblo. En este lugar, a
treinta kilómetros de la ciudad, edificamos nuestro hogar. Yo, por las noches,
soy el rey de su silencio. La casa cruje, a pesar de no tener muchos años. El
calor y el frío ejercen sus efectos y las juntas llegan siempre a contraerse. El
constructor nos ofreció una clase magistral sobre materiales, cuando nos
estaba intentando colocar aquel techo que valía casi el doble que el original.
Nos dijo que no crujiría. Pero todas las noches, cumple su misión.
Los relojes son digitales, están mudos, no pueden expresar su tic tac, pero yo
los oigo. Tú los oyes, tú siempre me dijiste que los relojes suenan. Yo te lo
repetí mil veces, un despertador digital no puede hacer ruido. Me acusas de
haberlos comprado en un chino, de manera cutre y miserable. Aprovechas la
ocasión para recordarme mis humildes orígenes, frente a los tuyos, hija de
diplomático y de psicóloga. Estudiaste entre Londres y París, con un máster en
Nueva York. Yo, apenas pude pagarme la carrera en la Universidad de
Valencia, trabajando de camarero y cargando camiones.

3
La noche suena, tiene vida. En su oscuridad todo reluce, y yo lo veo. Me
duermo cuanto apenas. Se asesta un golpe la mente, no te oigo respirar. Tu
pesado sueño queda en suspenso. No te oigo, no te siento.
Me levanto y voy corriendo hacia la habitación conyugal. Abruptamente abro la
puerta y enciendo la luz. No hay nadie, la cama está hecha y todo está en
orden. Tu foto está en la mesita, en la pared y en un pequeño tocador que
tenías. Se me olvidó que ya no estabas, que ya no habitas aquella casa. De
repente el teléfono vuelve a sonar, pero en mis recuerdos. La policía me llamó
para pedirme que fuera a reconocer los dos cuerpos que estaban en la morgue.
Erais tu madre y tú. El coche se salió de la carretera y el barranco se encargó
de realizar su tarea.
Los niños duermen, y la noche sigue dónde debe estar. Nadie está conmigo,
nadie me dice cómo debo hacer las cosas. Discutimos tantas veces, nos
dijimos tantas cosas atroces, que ahora no recuerdo un momento bueno. Tus
últimas palabras fueron insultos procaces y referencias humillantes a mi
masculinidad. Me explicaste que debías tomarte “unas vacaciones conyugales”.
Ahora, no estás. Ahora no hay nadie y no siento nada. Yo sí que estoy muerto,
pero respiro.
Nadie debería vivir en un cuerpo ajeno, y yo lo hago cada día. Poseo mi
corporeidad desde mi extrañeza. Siempre que me veo en el espejo, sé que no
soy yo. Debí haber muerto yo, quizás tenías razón, la culpa siempre fue mía,
nunca supe hacer bien las cosas.
Son las siete de la mañana, y el despertador me devuelve al lugar al que
pertenezco. Me levantaré y asearé, para ponerme la piel de padre que todo lo
puede. Pero debajo de la máscara, solo habita el fantasma, el que interpreta el
papel.
Soy un muerto que camina.

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