¿Cuándo fue la última vez que pediste perdón?
¿Y la última vez que lo pediste a tiempo?
Porque pedir perdón es fácil. Los presos piden perdón todo el tiempo. Y los que están en el corredor de la muerte, lo gritan.
Gritan como gritabas tú ayer mirándote al espejo, preso de una vida que no reconocías. Que no es tuya.
Estás helado y entumecido. Te cuesta hilar los pensamientos. Vagas por la casa y, aunque todo esté negro azabache, puedes sentir de vez en cuando algún chispazo de luz.
Sabes que están ahí, pero ni siquiera identificas su forma. Intentas cazarlas, como si fuesen luciérnagas, pero se escapan volando por la ventana. Esa ventana a la que solías asomarte cuando eras pequeño.
Mirabas al cielo y dabas gracias por tener tanta curiosidad por todo y tantos años por delante para saciarla. ¿En qué momento se torció todo?
Abres los cajones de tu antiguo cuarto. Pero ahí tampoco están.
El miedo es real. La duda de si verás nacer un nuevo día, también.
El hoyo es tan profundo que ya no hay por dónde ver la luz. Deben estar en algún lado.
De repente lo recuerdas. Te sientas sobre tu antigua cama y rompes a llorar, pensando en lo que te decía siempre tu abuela, mientras se ponía la mano en el pecho: "Aquí están las respuestas a todas las preguntas que jamás tendrás. Pero recuerda, estas no están escritas y cambiarán conforme tú cambies. Siempre serán fieles a ti. Siempre te mostrarán el camino."
Te levantas y caminas hacia el baño. Vuelves a mirarte al espejo, esta vez sin gritar, y te pides perdón. Te pides perdón a tiempo, porque mañana hubiese sido demasiado tarde.
Te pides perdón por tenerlas tan cerca y haberlas ido a buscar tan lejos de ti.
Y las luciérnagas entran de nuevo por la ventana y danzan a tu alrededor. Y te asomas a tu ventana y ves, de nuevo, cómo sale el sol.
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