jueves, 19 de octubre de 2023

Avenue Gambetta II (Revisado según sugerencias)

 Hola chicas! 


Os subo lo que he podido hacer con el relato después de las sugerencias de anoche. Si me dais feedback me hacéis un favor! En todo caso, estoy segura de que si lo dejo respirar y me acerco a él dentro de unas semanas veré más cosas que cambiar. Especialmente me interesa saber cómo veis el ritmo ahora y si creéis que la solución que he intentado darle a las descripciones del inicio que se hacían largas, la veis bien o se queda de todos modos una primera mitad extensa y lenta. 


Un abrazo y hasta el miércoles <3 


 

Una tarde a mediados de julio de 2018 te encuentras en un piso clásico del Distrito 20 de París, una primera planta de techos altos y puertas dobles acristaladas. El comedor lo preside un enorme espejo que nace en la repisa de la chimenea y que está abrazado por un marco de yeso y pan de oro. En él se refleja toda la estancia, las luces de las lámparas y las velas brillan más allí dentro, pero también se acentúan las sombras que bañan cada recoveco.

El sol ha caído ya, pero no la canícula, que persiste como cada día de ese verano asfixiante. Buscando una brisa que no existe, te has acercado al balcón y te has apoyado en la baranda de forja. Las luces doradas refulgen en todos los hogares de la calle, el tráfico de la hora punta se ha disipado y la gente ocupa las terrazas de los bistrós. Desenfocas la mirada, acolchas todo sonido que te llega, comienzas de nuevo a soñar despierta. 

Dentro de la casa el bullicio aumenta repentinamente y te obliga a volver allí: han empezado a llegar los invitados. Viens, viens, ma chère, te llega una orden desde el recibidor. Te empiezan a presentar a gente, cuyos nombres olvidas instantáneamente. Tienes que mantener una sonrisa cordial, pero permaneces durante toda la interacción preguntándote dónde está tu novio, por qué no está a tu lado para aligerar la carga de un idioma que a esta hora del día ya no entiendes. Te desembarazas de los huéspedes como puedes después de haberte mostrado servil ofreciendo bebidas a todos. Enfilas el eterno pasillo que vertebra la casa para ir a buscarle. En la cocina, ves de reojo la sonrosada cara de francés bonachón de tu suegro, que prepara la cena con la música demasiado alta como para que nada de lo que sucede a su alrededor pueda importarle. Te diriges directamente hacia el último dormitorio, abres una rendija de la puerta y te escurres por ella para después volver a cerrar silenciosamente.

Tu novio habla por teléfono sentado en la ventana mientras se fuma un porro. Te acercas a él y te acaricia, sonriendo. Su olor a tabaco y vino te pica en la nariz y se queda enganchado en el fondo de tu boca. Contienes momentáneamente la respiración y te apartas tras algunos segundos. Su amigo de la facultad llegará en un rato, te dice. Esa noche Francia se va a disputar la Copa del Mundo de fútbol. Te pide que no le dejes beber mucho, aunque tú sabes que nada de lo que le digas después de haber empezado con el whiskey servirá.

De vuelta en el salón, la cena está servida y el tiempo transcurre deprisa. La gente no se dirige demasiado a ti porque el partido ya ha comenzado y porque no eres capaz de mantener la velocidad de la conversación. El fútbol no te interesa, así que te centras en comer y beber. El amigo de tu novio se presenta justo antes del champán y el postre, y ambos desaparecen una primera vez durante no más de cinco minutos. En el gran espejo del comedor, el reflejo de ambos se evapora, y te quedas tú enfrentada a tu propia imagen, a la camisa pulcra y la cara cansada, al pelo recogido detrás de las orejas. 

El alcohol fluye con desenfreno. Acabada la cena se sirven el licor, las copas, la gente bebe mientras en la tele se retransmite a los futbolistas en unos penaltis que llevarán a Francia a la victoria. Paulatinamente, a tu novio y a su amigo se les han ido entrecerrando los ojos y trabando la lengua en las conversaciones que mantienen casi a voz en grito y de forma acelerada. Pululan por la casa cada poco rato, a veces en pareja, a veces de forma independiente. De vez en cuando te preguntan algo, te hacen algún comentario en inglés que apenas entiendes porque balbucean sin mucha coherencia. Tu novio se acerca y te besa y comienza a mostrarse cada vez más y más afectuoso. 

A pesar de que para ti la velada ha acabado incluso antes de empezar, no puedes retirarte y acostarte, o ponerte una película o algo parecido, porque no es algo que esté bien visto en esa casa. Decides mantenerte ocupada recogiendo la mesa del comedor, ya abandonada por todos pero aún llena de platos, sobras y colillas de cigarros. Ya estás familiarizada con la casa, y la luz del comedor alumbra un poco los tramos del pasillo y la cocina que te interesan, así que no pulsas más interruptores en tu cometido. 

La cuarta vez que vas a la cocina, mientras estás cargando el lavavajillas, alguien te agarra de la cintura de manera imprevista. Levantas la vista y ves la cara de tu novio en la altura, con una sonrisa socarrona dibujada y la mirada algo vacía. El alcohol, la cocaína y la euforia del fútbol le han puesto cachondo, y quiere que se la chupes allí mismo. Te niegas en rotundo. No es el momento, no es el lugar. A él le pone el riesgo de que alguien pueda descubriros. Intenta convencerte con palabras y caricias, te arrastra fuera de la cocina a pesar de tu reticencia, te conduce hasta el baño y cierra la puerta detrás de vosotros. 

Te empieza a molestar estar en tu cuerpo. Has nacido en la primera mitad de los noventa y te consideras firmemente feminista. Has participado de manera activa en la organización de la última manifestación del ocho de marzo en tu ciudad. Te muestras histriónica en defensa de tu discurso y tus valores. Conoces la teoría a la perfección, conoces los límites que debieran ser infranqueables y crees que los has asumido como tuyos. Sabes qué está pasando y sabes que no está bien. No quieres chupársela a un hombre tan borracho y drogado que mañana no se acordará de nada.

Pero eso a él no le importa, así que eres tú la que tiene que mantenerse firme en su posición. Di que no, dilo con la boca y también con todo el cuerpo, y simplemente vuelve al salón, donde están todos. Dile que no varias veces. Enfatiza en cada letra como si el adverbio tuviera muchas, y no solo dos. NNNNNO. NO. N O. Dices que no, dices que no continuamente. Sabes qué no quieres hacer. ¿Por qué no está sirviendo lo que dices? ¿Por qué no puedes levantarte del borde de la bañera y salir de allí? Ante su insistencia, y pensando que mientras antes empieces antes acabas y te quedas en paz, cedes. Está tan borracho que fuerza sus movimientos y te dan arcadas. Te lloran los ojos del esfuerzo, y solo piensas en que quieres salir de ahí.

Unos instantes después de haber empezado, alguien llama fuertemente a la puerta. Aprovechas la distracción momentánea para levantarte y salir del baño sin haber terminado y sin decir una palabra. Recorres medio pasillo y te encierras con pestillo en el aseo. Sentada en el váter, te limpias la cara con las mangas e intentas recomponerte. A pesar de haberte repetido mil veces que no volvería a pasar, te dices, has vuelto a ceder para huir. De qué sirve tanta teoría, si al final la historia siempre acaba igual. Ves tu reflejo nuevamente, esta vez en el espejo diminuto que corona el lavabo. Está resquebrajado y le falta una esquirla. Tu cara se presenta descompuesta.

Piensas en el espejo gigante del salón. Qué bello es. Ya sabías que tú nunca podrías tener algo tan bello.




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