martes, 24 de octubre de 2023

CÓMO TENER DIECINUEVE AÑOS 2.0. (EXTENDED MIX).

 CÓMO TENER DIECINUEVE AÑOS 2.0. (Versión ampliada).



Evita cualquier superficie mínimamente reflectante. El medidor social de dignidad es el cuerpo, es tu cuerpo. Cruza la calle e intenta echar la tripa hacia dentro porque ese es el foco de todos, tu tripa. El propósito de la mayor parte de la población no es llegar a fin de mes, sino juzgarte por esa tripa tuya. No les importa coger el metro, sino intentar adivinar lo que comiste. No quieren saber si la abuela está bien o el resultado del derby, quieren abrirte en canal con los ojos, hacer una descarnada radiografía de tu vientre, jugar contigo como niños jugando a Operación, esperando a que se te encienda la cara como un botón rojo. 


Es miércoles y no has ido a entrenar. Es miércoles y además has comido huevos fritos con patatas –lo sabrán de inmediato, tienen que saberlo–, luego bebiste mucha agua para no comer más porque ‘frito’ no es comida de miércoles. Hay comidas de lunes, de martes, de miércoles, jueves y viernes. Hay comidas de fin de semana, alimentos-pánico. Repasa mentalmente todo lo que comiste la semana pasada, ponte nerviosa. Asume la sensación de ingravidez; eres un ente que flota, anclado al asfalto por una cuerda invisible. Vuelve a la realidad, sal de la realidad, vuelve a la realidad, no has hecho deporte, sal de la realidad de inmediato. Acuérdate de la celulitis y entonces intenta meter el culo hacia dentro, intenta autoconvencerte de que tu obsesión es más fuerte que tu genética, todo esto mientras haces hipopresivos. “Believe in yourself”. “Just do it”. “Sky's the limit”. El agua del mediodía va volviendo al esófago presionada por tu estómago tenso. Intenta entonces no ponerte roja. 


Entra por la puerta del baño de la facultad, roza sin querer con tu cadera a alguien que sale, y aunque no te detengas a mirar, piensa que esa chica está más delgada que tú. En seguida verás que esa chica sin nombre, esa presencia fugaz, ese rastro sin huella, está flaca. Te ha ganado. Recuerda entonces que tus caderas vienen así de casa e intenta no sentirte mal por eso, acuérdate de lo que te dijeron el otro día menos si era un halago, si era un halago no te lo creas; duda del motor de los hechos, duda también de su orden. No te mires en los espejos, hoy es mejor no hacerlo aunque no recuerdes cómo vas peinada. Haz una cuna de papel higiénico y siéntate en la taza. 


Lo mejor será buscar una camiseta XXL que no dispute con tu cadera, que la oculte, pero esas camisetas te van a hacer parecer enorme, marimacho, y te seguirán mirando por la calle. Piensa que no hay alternativa, que quizás a la próxima deberías usar la camiseta que no tienes, ayunar, hacer deporte todos los días, obligarte a andar todo el rato. Obligarte a andar incluso cuando el pavimento arde, a andar diluviando, a andar incluso sabiendo que llegarás tarde a una cita que inventaste para andar más sin que nadie lo sepa. Comiste lo que nadie debería comer, andarás cuando nadie más ande. 


Tira de la cadena: el problema sigue ahí, te van a seguir mirando. Piensa, ¿y un vestido? Lo malo de los vestidos es que se te ven las piernas y los brazos. Lo malo de los vestidos es que tú vas dentro. Llora en el baño, no vomites, sal del baño. Piensa en el color de la camiseta que te tienes que comprar. Hace poco te dijeron que el blanco a las chicas pálidas no les favorece, sin embargo el azul marino, el rojo o el negro hacen que destaquen más. Duda de si es mejor estar fea, o además de estar fea, encima destacar. No pienses en tus pechos, el chaval dijo que son “tetas de mano” pero que son bonitas, que por lo menos no dan dolor de espalda. Lávate las manos, sube por la escalera, entra en clase. Al salir de clase ponte la sudadera. Te queda grande, recuerda que adelgazaste. Recuerda también que te preguntaron por el truco. Pregúntate si el truco se va a ir o es para siempre. 


Baja por las escaleras. Sal a la calle. Es de noche, date cuenta. Observa a tu alrededor ansiosamente. Ya no te mira nadie. Aún así, no mires a nadie a los ojos, pueden leer lo egocéntrica que eres. Anda apretando el abdomen aunque tu casa quede lejos. Piensa en lo bien que guardas tus trucos, piensa en tu constancia, enorgullécete. Hay tanta humedad que el suelo está mojado. Que no te de miedo resbalar y caerte; lo que debería darte es vergüenza. Hace frío, mucho frío. Sabías que iba a hacer frío, de hecho por eso no cogiste chaqueta; dicen que así se quema más. Siéntete congelada. Siente que respirar duele. Saca vaho por tu boca, saca vaho a través de tu tráquea rasgada. Pásate todo el camino pensando en rechazar lo que tu madre quiere que cenes. Saca las llaves, abre la puerta, entra en casa. Suelta el abdomen. Anticipa la presencia del vino y el olor a tabaco. Entra en la cocina. Dile a tu madre que no quieres eso, que ya estaba hablado. Incide en que siempre lo repites. Espera a que mienta, a que diga que no ha hecho ese montón de comida para ti. Espera a que no te mire a los ojos y se vaya a dormir. Siéntete una desgracia.


Que te dé rabia que intenten compensar el no escucharte con comida que no quieres. Que te dé rabia toda esa comida en el banco de la cocina, como una pila de folios por corregir. Que te dé más rabia aún parecer desagradecida. Tu hermano se reirá de ti. Tu hermano se reirá de ti llamándote niñata, señalándote, ridiculizándote, gritando con la boca llena de comida. Que te dé rabia eso también. Corre hacia tu cuarto mientras la ira te cubre, pero no grites. Sus carcajadas te persiguen por el hueco de la escalera. Él grita, entonces tú no grites. Él puede gritar, pero tú no grites. Cierra la puerta. Bebe agua. Siente como la impotencia te inunda, como el agua sube por el esófago. Traga. Golpea el colchón, muerde la almohada, golpea hasta que no puedas más. Túmbate boca arriba. Grita hacia tus adentros que ya tienes diecinueve años. Repite: "Ya tengo diecinueve años, gilipollas, ya tengo diecinueve putos años, sois gilipollas". Siente viciada la relación con el espacio, aunque no sepas si es cosa de cuerpos o paredes. Pellizcate la grasa del brazo. Mira al techo con cierta asfixia. Duda cuánto más aguantará todo. 


Quédate escuchando los ruidos de la casa. Si tu padre llama a la puerta de la habitación, si pregunta disimuladamente triste si vas a cenar, dile que no. Siéntete responsable de su tristeza. Aguántate entonces la lagrimita. Sigue escuchando a través de las paredes hasta que sepas que nadie queda en la cocina. Baja a la cocina descalza, coge una manzana y corre. Cómetela en tu madriguera, siéntete un animal. Siéntete también una mala hija. Entra al cuarto de baño. Deja correr el agua mientras vomitas la manzana; que piensen que estás duchándote. Tira de la cadena. Comprueba si quedaron restos en el inodoro. Tose. Lávate la cara, lávate los dientes, entra en la ducha. Mírate analíticamente en el espejo, reconoce tus ojos hinchados. Tose. Toca tus ganglios inflamados, tus moratones, las bolsas de los ojos. Mira cómo se marcan los huesos de la pelvis, cómo sobresalen los omoplatos. Piensa que nadie sabe cuánto trabajo te ha llevado. Piensa en el trabajo que te queda por hacer. 


Péinate. Recoge unos pelos de la pila. Encuentra en el plato de la ducha más pelo todavía. Observa la maraña que has dejado en el cepillo, observa que hay más pelo en el suelo. Siente lo lejos que estás. Siente que eres horrible. Ódiate, llora. Vuelve a tu habitación. Tira la toalla al suelo y entra mojada en la cama. Siéntete mal por rechazar cariño. Pregúntate si te perdonarán tus padres. Pregúntate si habrá redención en la clavícula marcada, en las costillas salidas. Pregúntate si te hará digna de algo la penitencia de cafés y agua, tu penitencia de plato vacío, de llanto en el bidé. Observa tus uñas cuarteadas, la piel seca, las heridas de tus dedos. No encuentres armonía, siéntete ajena a todo equilibrio. Siente que la beatitud es ficción. Solloza, tiembla, tose. Quédate congelada, en blanco. Que se te olvide respirar. Quédate en el limbo de la asfixia, siente el acantilado. Siente que te ahogas. Escucha cómo se abre la puerta de tu cuarto. Sórbete los mocos, intenta decir algo. Tartamudea. Di: "Papá. Papá, lo siento".


sábado, 21 de octubre de 2023

El mejor regalo posible, Jon Bilbao

 

    Eufórico, el veterinario conducía por las pistas de montaña levantando surtidores de barro. En la parte trasera del todoterreno, el instrumental tintineaba en sus cofres de acero inoxidable.

    Había pasado la tarde persiguiendo ovejas a todo lo largo y ancho de un pastizal, atrapándolas sin otra ayuda que sus manos. Correr hasta ponerse a la altura del animal, abrazarlo por el pescuezo y derribarlo, ése era el procedimiento. Con las ovejas más rápidas esto dejaba de ser útil y no quedaba más remedio que atraparlas como mejor se pudiera, por una pata o un puñado de lana. Algunas se revolvían para morderlo y había que disuadirlas mediante un pescozón.

    Una vez derribado el animal, lo inmovilizaba con el peso de su cuerpo. Pecho contra pecho, ambos sentían los latidos del otro a través de la lana y la ropa. Las ovejas temblaban y se revolvían hasta que comprendían lo inevitable de la situación, momento en que se quedaban inmóviles; los ojos bailando en las cuencas, del cielo al rostro congestionado de su captor.

    Caminando sin prisa, apoyándose en su cayado, llegaba el dueño del rebaño. Tomaba al animal por el morro y la quijada inferior y lo forzaba a abrir la boca. El veterinario le administraba entonces una píldora antiparasitaria empujándola con la punta del índice hasta el fondo de la garganta. Las ovejas alzaban los ojos mostrando la esclerótica.

    Así una a una. Hasta perder la cuenta. Durante toda la tarde.

    La labor le había hecho sentirse vigorizado.

 

    Se dirigía a la casa de Beatriz, donde ella cuidaba de su hijo recién nacido. Su nueva condición de madre excitaba sobremanera al veterinario, que había estudiado con atención casi profesional los cambios producidos en ella durante el embarazo, como el brillo renovado de la piel y una necesidad nunca antes manifestada de intimidad.

    En el séptimo mes del embarazo, Beatriz le había ordenado disminuir la frecuencia de sus visitas. Fue tajante al respecto; con un simple gesto de la mano barrió todas las quejas del veterinario. Tampoco le había permitido tocarla desde entonces; una norma —le había asegurado— aplicada tanto a él como a su marido.

    Habían pasado tres semanas desde el parto y el veterinario desesperaba por que la situación llegara a su fin. Codiciaba besar a Beatriz como hizo la primera vez, cuando visitó la casa para curar un corte en la pata del dálmata con negro bien distribuido de la familia. Codiciaba recorrer su cuerpo a la caza de nuevos cambios, detenerse largamente en los pechos, hinchados como si contuvieran leche de ballena.

    Aunque ella no le había dicho nada, él daba por sentado que esa noche Beatriz desharía sus barreras y le permitiría volver a tocarla.

    Era el cumpleaños de Beatriz y él le llevaba un regalo. Iba en la parte trasera del todoterreno, junto a su equipo. La idea se le había ocurrido durante su última visita, la primera tras el nacimiento del bebé.

    Anochecía. El marido de Beatriz había telefoneado; tenía trabajo y se quedaría a dormir en la ciudad, cosa que hacía dos o tres noches por semana. Estaban en el salón. Beatriz daba el pecho al bebé, que aún lucía la tonalidad cárdena de los primeros días de vida, y él observaba un tanto incómodo.

    Hacía calor; las ventanas estaban abiertas de par en par y una polilla se coló en la habitación atraída por la lámpara del techo. Trazó círculos sobre ellos antes de descender y posarse en el pecho descubierto de Beatriz, recorrido por un entramado de venillas azules. El insecto agitó las alas a escasos milímetros del rostro del bebé, que arrugó su naricilla como si fuera a estornudar, pero permaneció aferrado al pezón con obstinación masculina.

    Ella tenía ambas manos ocupadas.

    ¿Podrías...?

    El veterinario empujó amablemente al insecto, que emprendió el vuelo, puso rumbo a la ventana por donde había entrado y se perdió entre los pliegues de las cortinas.

    Esa tarde, antes de ir a perseguir a las ovejas, había llamado a Beatriz. Ella respondió con titubeos. No era prudente volver a verse tan pronto, dijo. El todoterreno aparcado frente a la casa podía llamar la atención de alguien.

    Di que he ido a ver al perro. Que tiene problemas de estómago y le he dado unas pastillas para el aliento.

    Se detuvo en el camino de acceso a la casa. Esta se levantaba en la base de una colina poco pronunciada. La vivienda más cercana estaba a medio kilómetro. A pesar de haber caído ya la oscuridad, el farol de la entrada se encontraba apagado. Ésa era la señal para indicarle que el marido no estaba en casa.

    Dejó el vehículo en la entrada y palpó el muro que rodeaba la propiedad hasta dar con un hueco cerca de su base. Tomó la llave escondida y abrió la portilla del jardín. Confiaba en que le diese tiempo a montarlo todo antes de que ella saliera a comprobar qué ocurría.

    De la parte trasera del todoterreno sacó dos pértigas de acero inoxidable de dos metros de largo y una bolsa de lona. Hincó las pértigas en la tierra del jardín, frente a la casa, dejando un par de metros entre ambas. Se aseguró de que quedaran bien erguidas y firmes. Lo último que quería era que todo se viniera abajo una vez empezado el espectáculo. Afortunadamente no hacía viento.

    De la bolsa sacó una sábana blanca, que tendió entre las pértigas y aseguró mediante pinzas metálicas. El montaje presentaba el aspecto de una pantalla de cine. Por último sacó del todoterreno un foco de quinientos vatios que colocó en el césped, de forma que apuntara al centro de la sábana. Desenrolló el cable y lo conectó al enchufe estanco que había junto a la puerta del garaje.

    La sábana se iluminó. Un rectángulo de luz blanca que flotaba en mitad de la oscuridad del jardín. Se completaba así la ilusión de la pantalla de cine.

    El veterinario se recostó contra la fachada y encendió un cigarrillo.

    Las primeras polillas no tardaron en llegar.

    Se materializaron provenientes de la oscuridad, atraídas por la blancura de la sábana. Pronto se formó una nube de insectos sobre la tela. Manchas móviles sobre el fondo blanco que recordaban la piel del dálmata cuyos ladridos se oían dentro de la casa. Entre la mayoría de tonos pardogrisáceos destacaban mariposas con manchas de color naranja, rosa intenso, amarillo y plata. El veterinario reconoció pájaros luna, isabelinas y esfinges. Las había diminutas, que se confundían con las moscas y mosquitos que se habían unido al festín de luz, y otras del tamaño de una mano abierta, con cuerpos peludos como musarañas. Volaban frente a la sábana chocando entre sí. Se pegaban a la tela. Una constelación oscura. Manchas tenaces bailando en el fondo de la retina.

    El cielo despejado y repleto de estrellas constituía el fondo perfecto.

    Satisfecho, el veterinario caminó hasta el centro del jardín, sumergiéndose en la nube de insectos. Las polillas le rozaron la cara. La sensación no era desagradable. Beatriz ya debía de haber visto su regalo.

    Y en efecto, allí estaba; en una ventana del segundo piso, con las luces apagadas para contemplar mejor el espectáculo. El veterinario esperaba que le enviase alguna seña, una indicación de que el regalo le había gustado o, mejor, una invitación a entrar.

    Pero ella corrió las cortinas y desapareció.

    Quizá se había excedido. El foco y la sábana podían ser vistos desde gran distancia y llamar la atención de los curiosos.

    Sus dudas se esfumaron un instante después, cuando se abrió la puerta de la casa. Pero la figura que bajó con pasos contenidos los escalones del porche no fue la de Beatriz, sino la de su marido.

    Era la primera vez que lo veía en persona: un hombre delgado, con los hombros esbeltos de quien ha practicado mucho deporte en su juventud y aún se esfuerza por mantenerse en forma, cabello corto, calvicie avanzada. Ocupaba un cargo importante en una compañía que elaboraba mapas para el Ministerio de Defensa.

    Se aproximó al veterinario. Llevaba las manos en los bolsillos y la corbata aflojada; en apariencia tranquilo pero con el ceño levemente fruncido, como quien hace frente a una tarea que no requerirá gran esfuerzo pero que sabe fastidiosa y triste.

    Se detuvo ante él y lo observó detenidamente. El veterinario llevaba la ropa manchada de tierra y de hierba, y las botas de estiércol.

    Apague esa luz, recójalo todo y váyase, dijo con calma el marido.

    La ventana donde había estado Beatriz continuaba vacía.

    Así que lo sabe.

    El marido asintió.

    Esto no cambia las cosas. Tendrá que ser ella quien me..., empezó a decir el veterinario.

    Ella no tiene nada que decirle. Mi mujer y yo hemos hablado al respecto. Este asunto puede darse por concluido. A partir de ahora cuando necesitemos los servicios de un veterinario iremos a la ciudad.

    Hablaba sin alzar la voz, con el tono contenido que emplearía para amonestar a un subordinado.

    Y no vuelva a acercarse a mi propiedad, concluyó.

    No se atreva a hablarme así.

    Puedo hablarle como me plazca. Le recuerdo que está en mi casa, donde ya no es bienvenido.

    El veterinario retrocedió unos pasos.

    ¡Beatriz!, gritó. ¡Beatriz!

    Por Dios..., musitó el marido desviando la vista.

    ¡Beatriz!

    Dentro de la casa no se apreció movimiento. El veterinario decidía a marchas forzadas qué hacer.

    A la nube de polillas se habían unido nuevos invitados.

    Media docena de murciélagos penetraba una y otra vez en el cerco de luz. Sacaban provecho de aquel banquete inesperado, atrapando insectos entre sus dientecillos translúcidos.

    ¡Beatriz!, llamó una vez más, sin obtener respuesta.

    Ya basta, dijo el marido. No quiere hablar con usted.

    Tendrá que ser ella quien me lo diga.

    Se equivoca.

    La está reteniendo en la casa.

    No es así.

    Está dentro. La he visto.

    Sí, está dentro. Y no quiere hablar con usted ni volver a verlo, dijo remarcando cada palabra.

    No lo creo.

    Puede creerlo o no, eso no me importa.

    En ese instante, sin previo aviso, el veterinario echó atrás el hombro derecho y lanzó un puñetazo contra el marido. El puño se estrelló en el centro de la boca. El marido retrocedió trastabillando, tropezó con una de las pértigas y acabó desplomándose sobre la sábana iluminada. Todo el montaje se derrumbó tras él. Una multitud de polillas huyó hacia el cielo. Los murciélagos se esfumaron.

    El veterinario aguardaba dispuesto para el contraataque, pero no encontró la respuesta que esperaba. En lugar de eso el marido se puso lentamente en pie. Escupió y un surtidor de gotitas de sangre brotó de su boca.

    Es curioso, dijo, en la imagen mental que me había hecho de esta escena era yo quien lo golpeaba a usted.

    El veterinario no supo reaccionar ante tal pasividad. El marido tenía salpicaduras de sangre en la corbata y el polvillo pardodorado de las polillas le cubría los hombros y brillaba bajo la luz del foco. Un par de insectos se había posado en su camisa.

    Ha entrado usted en mi propiedad, sin permiso, prosiguió el marido, y me ha agredido. Son motivos más que suficientes para llamar a la policía. ¿He de pedirle una vez más que se vaya?

    El veterinario vaciló, casi dispuesto a marcharse.

    ¿Estás bien?, oyeron entonces decir a una voz alarmada.

    Los dos se volvieron. Beatriz estaba en el umbral de la casa. Con la sábana caída, el foco apuntaba directamente hacia ella, que se protegía de la luz con una mano alzada sobre los ojos, a modo de visera.

    ¿Te encuentras bien?, quiso saber.

    El primero en responder fue su marido.

    Sí, no te preocupes, dijo, y se llevó los dedos a los labios y los retiró manchados de sangre. No hay ningún problema.

    Beatriz..., masculló el veterinario.

    Dio unos pasos hacia ella y se detuvo, sin atreverse a avanzar más.

    Vete, por favor, dijo Beatriz.

    Él farfulló una maldición como respuesta y empezó a recoger las pértigas. Pero después cambió de idea y las dejó caer en la hierba. Dio una patada al foco y salió del jardín con zancadas furiosas, abandonando los restos de su regalo.

    Beatriz desapareció en la casa.

    Casi todas las polillas se habían ido ya, y las pocas que aún bailaban en el haz del foco se dispersaron cuando el marido desenchufó el cable de un tirón.

 

    * * *

 

    Más tarde, el marido tomó asiento junto a la cuna del bebé. Había adoptado la costumbre de hablarle. Lo hacía todas las noches que podía pasar en casa, durante largo rato, con voz acunante, sobre el primer tema que le viniera a la cabeza.

    Esa noche no había nadie que los molestara; Beatriz llevaba más de una hora encerrada en el cuarto de baño.

    Le habló de las fotos que por la mañana había recibido en su despacho. Eran fotos aéreas de una zona boscosa. Abarcaban un área de varios kilómetros cuadrados. Para lograrlo, el avión había ascendido hasta una altitud desde la que los árboles perdían su individualidad y formaban un manto espeso, provisto de una gama inimaginada de verdes. Había sido necesario aguardar varios días para que se presentaran las condiciones idóneas: cielo despejado y atmósfera diáfana. La perfecta verticalidad con que habían sido tomadas —a mediodía, para evitar sombras que ocultaran partes del terreno— resultaba sobrecogedora.

    Explicó al bebé cómo había unido las fotografías sobre su escritorio, como si de un rompecabezas se tratara. El resultado había sido un paisaje que incluía estribaciones montañosas de granito gris, la cinta negra de una carretera y, cruzando transversalmente el conjunto, un río, motivo éste de las fotografías pues existía un proyecto para embalsar sus aguas y levantar una central hidráulica. Una parte del terreno que quedaría inundado era empleada por el ejército para la práctica de maniobras. Existía un conflicto entre ministerios.

    Se entretuvo en los detalles: en los distintos tonos de los robles y las encinas; en las cicatrices marrones de los cortafuegos; en el incendio forestal presente en una fotografía, con dos frentes avanzando en cuña; en la zona quemada, negra y lustrosa vista desde las alturas; en los penachos de humo; en el destello captado por la cámara —como el de un niño que jugara con un espejo—, provocado por el sol en el techo de un camión de bomberos.

    Hasta ese momento el bebé se había movido de forma abotargada en su cuna, abriendo y cerrando las manitas en busca de asidero, con sus ojos yendo de un punto a otro, distinguiendo sólo formas vagas. Pero entonces se quedó inmóvil y fijó los ojos en su padre. Como si quisiera contemplar por sí mismo aquel paisaje magnífico que le estaba siendo descrito.

    Después recorrió la habitación con la vista, tembloroso y aturdido, inmerso en el trauma de descubrir la profundidad y la perspectiva. Se agitó ante el colgante de gaviotas y peces voladores que pendía encima de la cuna.

    Por último volvió a posar los ojos sobre la figura que se hallaba a su lado, y la observó con una atención que albergaba reconocimiento, fijando para siempre en la mente el rostro de su padre.

    A continuación cerró los párpados y se relajó poco a poco, sumiéndose en un mundo de sueños sin mácula.

 

jueves, 19 de octubre de 2023

Avenue Gambetta II (Revisado según sugerencias)

 Hola chicas! 


Os subo lo que he podido hacer con el relato después de las sugerencias de anoche. Si me dais feedback me hacéis un favor! En todo caso, estoy segura de que si lo dejo respirar y me acerco a él dentro de unas semanas veré más cosas que cambiar. Especialmente me interesa saber cómo veis el ritmo ahora y si creéis que la solución que he intentado darle a las descripciones del inicio que se hacían largas, la veis bien o se queda de todos modos una primera mitad extensa y lenta. 


Un abrazo y hasta el miércoles <3 


 

Una tarde a mediados de julio de 2018 te encuentras en un piso clásico del Distrito 20 de París, una primera planta de techos altos y puertas dobles acristaladas. El comedor lo preside un enorme espejo que nace en la repisa de la chimenea y que está abrazado por un marco de yeso y pan de oro. En él se refleja toda la estancia, las luces de las lámparas y las velas brillan más allí dentro, pero también se acentúan las sombras que bañan cada recoveco.

El sol ha caído ya, pero no la canícula, que persiste como cada día de ese verano asfixiante. Buscando una brisa que no existe, te has acercado al balcón y te has apoyado en la baranda de forja. Las luces doradas refulgen en todos los hogares de la calle, el tráfico de la hora punta se ha disipado y la gente ocupa las terrazas de los bistrós. Desenfocas la mirada, acolchas todo sonido que te llega, comienzas de nuevo a soñar despierta. 

Dentro de la casa el bullicio aumenta repentinamente y te obliga a volver allí: han empezado a llegar los invitados. Viens, viens, ma chère, te llega una orden desde el recibidor. Te empiezan a presentar a gente, cuyos nombres olvidas instantáneamente. Tienes que mantener una sonrisa cordial, pero permaneces durante toda la interacción preguntándote dónde está tu novio, por qué no está a tu lado para aligerar la carga de un idioma que a esta hora del día ya no entiendes. Te desembarazas de los huéspedes como puedes después de haberte mostrado servil ofreciendo bebidas a todos. Enfilas el eterno pasillo que vertebra la casa para ir a buscarle. En la cocina, ves de reojo la sonrosada cara de francés bonachón de tu suegro, que prepara la cena con la música demasiado alta como para que nada de lo que sucede a su alrededor pueda importarle. Te diriges directamente hacia el último dormitorio, abres una rendija de la puerta y te escurres por ella para después volver a cerrar silenciosamente.

Tu novio habla por teléfono sentado en la ventana mientras se fuma un porro. Te acercas a él y te acaricia, sonriendo. Su olor a tabaco y vino te pica en la nariz y se queda enganchado en el fondo de tu boca. Contienes momentáneamente la respiración y te apartas tras algunos segundos. Su amigo de la facultad llegará en un rato, te dice. Esa noche Francia se va a disputar la Copa del Mundo de fútbol. Te pide que no le dejes beber mucho, aunque tú sabes que nada de lo que le digas después de haber empezado con el whiskey servirá.

De vuelta en el salón, la cena está servida y el tiempo transcurre deprisa. La gente no se dirige demasiado a ti porque el partido ya ha comenzado y porque no eres capaz de mantener la velocidad de la conversación. El fútbol no te interesa, así que te centras en comer y beber. El amigo de tu novio se presenta justo antes del champán y el postre, y ambos desaparecen una primera vez durante no más de cinco minutos. En el gran espejo del comedor, el reflejo de ambos se evapora, y te quedas tú enfrentada a tu propia imagen, a la camisa pulcra y la cara cansada, al pelo recogido detrás de las orejas. 

El alcohol fluye con desenfreno. Acabada la cena se sirven el licor, las copas, la gente bebe mientras en la tele se retransmite a los futbolistas en unos penaltis que llevarán a Francia a la victoria. Paulatinamente, a tu novio y a su amigo se les han ido entrecerrando los ojos y trabando la lengua en las conversaciones que mantienen casi a voz en grito y de forma acelerada. Pululan por la casa cada poco rato, a veces en pareja, a veces de forma independiente. De vez en cuando te preguntan algo, te hacen algún comentario en inglés que apenas entiendes porque balbucean sin mucha coherencia. Tu novio se acerca y te besa y comienza a mostrarse cada vez más y más afectuoso. 

A pesar de que para ti la velada ha acabado incluso antes de empezar, no puedes retirarte y acostarte, o ponerte una película o algo parecido, porque no es algo que esté bien visto en esa casa. Decides mantenerte ocupada recogiendo la mesa del comedor, ya abandonada por todos pero aún llena de platos, sobras y colillas de cigarros. Ya estás familiarizada con la casa, y la luz del comedor alumbra un poco los tramos del pasillo y la cocina que te interesan, así que no pulsas más interruptores en tu cometido. 

La cuarta vez que vas a la cocina, mientras estás cargando el lavavajillas, alguien te agarra de la cintura de manera imprevista. Levantas la vista y ves la cara de tu novio en la altura, con una sonrisa socarrona dibujada y la mirada algo vacía. El alcohol, la cocaína y la euforia del fútbol le han puesto cachondo, y quiere que se la chupes allí mismo. Te niegas en rotundo. No es el momento, no es el lugar. A él le pone el riesgo de que alguien pueda descubriros. Intenta convencerte con palabras y caricias, te arrastra fuera de la cocina a pesar de tu reticencia, te conduce hasta el baño y cierra la puerta detrás de vosotros. 

Te empieza a molestar estar en tu cuerpo. Has nacido en la primera mitad de los noventa y te consideras firmemente feminista. Has participado de manera activa en la organización de la última manifestación del ocho de marzo en tu ciudad. Te muestras histriónica en defensa de tu discurso y tus valores. Conoces la teoría a la perfección, conoces los límites que debieran ser infranqueables y crees que los has asumido como tuyos. Sabes qué está pasando y sabes que no está bien. No quieres chupársela a un hombre tan borracho y drogado que mañana no se acordará de nada.

Pero eso a él no le importa, así que eres tú la que tiene que mantenerse firme en su posición. Di que no, dilo con la boca y también con todo el cuerpo, y simplemente vuelve al salón, donde están todos. Dile que no varias veces. Enfatiza en cada letra como si el adverbio tuviera muchas, y no solo dos. NNNNNO. NO. N O. Dices que no, dices que no continuamente. Sabes qué no quieres hacer. ¿Por qué no está sirviendo lo que dices? ¿Por qué no puedes levantarte del borde de la bañera y salir de allí? Ante su insistencia, y pensando que mientras antes empieces antes acabas y te quedas en paz, cedes. Está tan borracho que fuerza sus movimientos y te dan arcadas. Te lloran los ojos del esfuerzo, y solo piensas en que quieres salir de ahí.

Unos instantes después de haber empezado, alguien llama fuertemente a la puerta. Aprovechas la distracción momentánea para levantarte y salir del baño sin haber terminado y sin decir una palabra. Recorres medio pasillo y te encierras con pestillo en el aseo. Sentada en el váter, te limpias la cara con las mangas e intentas recomponerte. A pesar de haberte repetido mil veces que no volvería a pasar, te dices, has vuelto a ceder para huir. De qué sirve tanta teoría, si al final la historia siempre acaba igual. Ves tu reflejo nuevamente, esta vez en el espejo diminuto que corona el lavabo. Está resquebrajado y le falta una esquirla. Tu cara se presenta descompuesta.

Piensas en el espejo gigante del salón. Qué bello es. Ya sabías que tú nunca podrías tener algo tan bello.




miércoles, 18 de octubre de 2023

relato de Regino

 Llegar a casa y encontrarte refunfuñando, es lo máximo que he podido
conseguir en este último año. Ya no me sonríes, ya no me dices nada. A pesar
de todo, seguimos viendo crecer a nuestro tercer hijo, al fin un varón.
Deseabas tanto que hubiera un chico entre nosotros, que las niñas, te sabían a
poco.
Tu madre me explicó que sufriste mucho de pequeña, que la ausencia del
padre te dejó marcada. Tu progenitora que, como psicóloga, siempre busca
una explicación a todo. Alguna que su adorado Sigmund Freud bendiga. Pero a
mí, su elucubración no explica el vacío que nos preside.
Me culpas de todo, de los gritos de las niñas, de mi falta de atención contigo,
de mi exceso de atención, de mis constantes atenciones. Yo soy culpable, lo
sé. En mitad de esta vorágine que es una familia numerosa, no entiendo ya qué
debo hacer más. Según tu amiga Flora, “soy la representación del estereotipo
masculino del opresor heteropatriarcal, que ha conseguido ausentarse de su
machismo”, o lo que básicamente sería, un inocente con “posible culpabilidad”.
Tu me dices que debo atender a las niñas ya que el parto te dejó exhausta. No
has levantado cabeza desde que vino al mundo Leonardo, el hijo esperado.
Decidiste que debía llamarse así, no hubo manera de sacarte del trance
hipnótico en que quedaste al enterarte que no se qué actriz, había bautizado
así a su hijo. Pero fui advertido por la psicóloga, tu excelsa madre, que no
forzara una discusión con una mujer “traumatizada tras el desgarro del parto”.
Entonces me enteré de que había una vivencia de orfandad en la mujer recién
parida. Ella me hizo notar que yo no podía parir, y eso me condenaba al
fracaso existencial. Remarcó la igualdad entre hombre y fracaso.
Regreso con las niñas de las actividades y los baño a todos, tú apenas
consigues llegar a la cena. Fuiste con tu madre a un recado, y aún no llegas.
Siempre fantaseo con no volveros a ver más, a tu madre y a ti.
Llego al trabajo pronto y te llamo, para comprobar que está todo bien. El niño
ha despertado y lo he dejado en la guardería, tú convaleces todavía. Creo que
es una depresión post parto, o una sensación traumática dejada por los años
de convivencia. No sé exactamente qué es, tampoco me lo explicas. La casa
siempre suena como vacía cuando no estoy.
Anoche discutimos, como siempre, la culpa la tenía yo de todo. Según tú, el
matrimonio fue idea mía, la maternidad fue una ocurrencia loca, lo del hijo,
también. Te expliqué que organizaste la boda con tu madre y tus hermanas.

2
Las niñas llegaron sin pedir permiso, y el niño, fue tu obsesión desde el
principio. Querías un príncipe al que educar de verdad.
Ha pasado ya un año desde que nació Leonardo, pero sigues aferrada a esa
nueva vida que has adoptado. Teletrabajas a jornada reducida, y después, te
recuperas del parto haciendo deporte. También vida social. Llevo a las niñas al
colegio y el nene a la guardería. Voy al trabajo y después los recojo a todos.
Cada día hay nuevas actividades que complementar, ya que “hemos decidido”
que las niñas tengan estudios musicales. El pequeño, aún es joven para
realizar nada.
Llego exhausto a casa, no hay nadie. Debo duchar y dar la cena a los tres
mosqueteros, después haré lo que pueda. El pedido del supermercado llega a
la única hora en que puedo recogerlo, al menos, hay reservas en la casa.
Las noches transcurren entre silencios y ausencias. Me convenciste de que mis
ronquidos no te dejaban dormir, en el séptimo mes tuve que irme a la
habitación de invitados, allí sigo. Me dejaste claro que no debía volver, hasta
que te recuperaras de todo lo que había ocurrido.
Si intento saber “qué ocurrió”, entonces empiezan los reproches. Aún no sé qué
he hecho realmente. Hemos formado una familia y estamos viviendo la
paternidad y la maternidad, como podemos. No estudié en la universidad un
grado de ser padre, tú tampoco el de madre. No fuimos a un “curso acelerado
para padres”. El problema soy yo, según me dices siempre. No soy capaz de
entender el alma y sus complejidades, mi testosterona bloquea el mecanismo
neuronal. En palabras de tu madre, “el típico ejemplar represor y reprimido del
sistema heteropatriarcal alienante”.
Los días se hacen cortos, las noches, eternamente largas. Oigo la casa, oigo
las respiraciones. Si tose Leonardo, o si la mayor, Gisella pide agua. La
segunda, Clara, duerme siempre de un tirón. Poseo la casa, respiro y siento
cada recoveco de ese lugar que construimos. Querías una casa con jardín y
piscina, a pesar de lo lejos que suponía irse a aquel pueblo. En este lugar, a
treinta kilómetros de la ciudad, edificamos nuestro hogar. Yo, por las noches,
soy el rey de su silencio. La casa cruje, a pesar de no tener muchos años. El
calor y el frío ejercen sus efectos y las juntas llegan siempre a contraerse. El
constructor nos ofreció una clase magistral sobre materiales, cuando nos
estaba intentando colocar aquel techo que valía casi el doble que el original.
Nos dijo que no crujiría. Pero todas las noches, cumple su misión.
Los relojes son digitales, están mudos, no pueden expresar su tic tac, pero yo
los oigo. Tú los oyes, tú siempre me dijiste que los relojes suenan. Yo te lo
repetí mil veces, un despertador digital no puede hacer ruido. Me acusas de
haberlos comprado en un chino, de manera cutre y miserable. Aprovechas la
ocasión para recordarme mis humildes orígenes, frente a los tuyos, hija de
diplomático y de psicóloga. Estudiaste entre Londres y París, con un máster en
Nueva York. Yo, apenas pude pagarme la carrera en la Universidad de
Valencia, trabajando de camarero y cargando camiones.

3
La noche suena, tiene vida. En su oscuridad todo reluce, y yo lo veo. Me
duermo cuanto apenas. Se asesta un golpe la mente, no te oigo respirar. Tu
pesado sueño queda en suspenso. No te oigo, no te siento.
Me levanto y voy corriendo hacia la habitación conyugal. Abruptamente abro la
puerta y enciendo la luz. No hay nadie, la cama está hecha y todo está en
orden. Tu foto está en la mesita, en la pared y en un pequeño tocador que
tenías. Se me olvidó que ya no estabas, que ya no habitas aquella casa. De
repente el teléfono vuelve a sonar, pero en mis recuerdos. La policía me llamó
para pedirme que fuera a reconocer los dos cuerpos que estaban en la morgue.
Erais tu madre y tú. El coche se salió de la carretera y el barranco se encargó
de realizar su tarea.
Los niños duermen, y la noche sigue dónde debe estar. Nadie está conmigo,
nadie me dice cómo debo hacer las cosas. Discutimos tantas veces, nos
dijimos tantas cosas atroces, que ahora no recuerdo un momento bueno. Tus
últimas palabras fueron insultos procaces y referencias humillantes a mi
masculinidad. Me explicaste que debías tomarte “unas vacaciones conyugales”.
Ahora, no estás. Ahora no hay nadie y no siento nada. Yo sí que estoy muerto,
pero respiro.
Nadie debería vivir en un cuerpo ajeno, y yo lo hago cada día. Poseo mi
corporeidad desde mi extrañeza. Siempre que me veo en el espejo, sé que no
soy yo. Debí haber muerto yo, quizás tenías razón, la culpa siempre fue mía,
nunca supe hacer bien las cosas.
Son las siete de la mañana, y el despertador me devuelve al lugar al que
pertenezco. Me levantaré y asearé, para ponerme la piel de padre que todo lo
puede. Pero debajo de la máscara, solo habita el fantasma, el que interpreta el
papel.
Soy un muerto que camina.

¿Cuándo fue la última vez que pediste perdón? - Nacho López

 ¿Cuándo fue la última vez que pediste perdón?

¿Y la última vez que lo pediste a tiempo?

Porque pedir perdón es fácil. Los presos piden perdón todo el tiempo. Y los que están en el corredor de la muerte, lo gritan.

Gritan como gritabas tú ayer mirándote al espejo, preso de una vida que no reconocías. Que no es tuya.

Estás helado y entumecido. Te cuesta hilar los pensamientos. Vagas por la casa y, aunque todo esté negro azabache, puedes sentir de vez en cuando algún chispazo de luz. 

Sabes que están ahí, pero ni siquiera identificas su forma. Intentas cazarlas, como si fuesen luciérnagas, pero se escapan volando por la ventana. Esa ventana a la que solías asomarte cuando eras pequeño.

Mirabas al cielo y dabas gracias por tener tanta curiosidad por todo y tantos años por delante para saciarla. ¿En qué momento se torció todo?

Abres los cajones de tu antiguo cuarto. Pero ahí tampoco están.

El miedo es real. La duda de si verás nacer un nuevo día, también.

El hoyo es tan profundo que ya no hay por dónde ver la luz. Deben estar en algún lado.

De repente lo recuerdas. Te sientas sobre tu antigua cama y rompes a llorar, pensando en lo que te decía siempre tu abuela, mientras se ponía la mano en el pecho: "Aquí están las respuestas a todas las preguntas que jamás tendrás. Pero recuerda, estas no están escritas y cambiarán conforme tú cambies. Siempre serán fieles a ti. Siempre te mostrarán el camino."

Te levantas y caminas hacia el baño. Vuelves a mirarte al espejo, esta vez sin gritar, y te pides perdón. Te pides perdón a tiempo, porque mañana hubiese sido demasiado tarde.

Te pides perdón por tenerlas tan cerca y haberlas ido a buscar tan lejos de ti.

Y las luciérnagas entran de nuevo por la ventana y danzan a tu alrededor. Y te asomas a tu ventana y ves, de nuevo, cómo sale el sol.

martes, 17 de octubre de 2023

Avenue Gambetta

 Una tarde a mediados de julio de 2018 te encuentras en un piso clásico del Distrito 20 de París, una primera planta de techos altos, puertas dobles acristaladas, molduras románticas y tres chimeneas repartidas por varias de las estancias de la casa. El sol ha caído ya, pero no la canícula, que persiste como cada día de ese verano asfixiante. Las luces doradas refulgen en el salón y en todos los que alcanzas a ver al otro lado de la calle a través de las hojas de los árboles frondosos que custodian el piso.


Buscando una brisa que no existe, te has acercado al balcón y te has apoyado en la baranda de forja. El metal rugoso se está clavando en tus codos, duele pero no te molesta. Bajo tus pies, el tráfico de la hora punta se ha disipado y las personas que hay en la calle ocupan las terrazas de los bistrós y los bares. Desenfocas la mirada, acolchas todo sonido que te llega, comienzas de nuevo a soñar despierta. Qué bello es todo eso, piensas. Tú nunca podrás tener algo tan bello. 


Algo tan hermoso y reluciente, tan prístino, solo puede permitírselo determinado tipo de personas. Tú, te recuerdas, no perteneces a ese grupo privilegiado. Lo que ves es apenas un espejismo para ti, una ventana sin cortinas a través de la que espías una realidad paralela a la tuya.


Dentro de la casa el bullicio aumenta repentinamente y te obliga a volver allí. Mientras tú te encontrabas en otro sitio, han empezado a llegar los invitados. Viens, viens, ma chère. Te llega una orden desde el recibidor. Te empiezan a presentar a gente, pero estás olvidando sus nombres en el mismo instante en que te los están diciendo. Tienes que mantener una sonrisa cordial, pero permaneces durante toda la interacción preguntándote dónde está tu novio, por qué no está a tu lado para aligerar la carga de un idioma que a esta hora del día ya no entiendes. 


Te desembarazas de la gente como puedes después de haberte mostrado simpática y servil sirviendo bebidas a todos. Vino, cerveza, agua Perrier. Enfilas el eterno pasillo que vertebra la casa para ir a buscarle. En la cocina ves de reojo la sonrosada cara de francés bonachón de tu suegro, que prepara la cena con la música demasiado alta como para que nada de lo que sucede a su alrededor pueda importarle. Te diriges directamente hacia el último dormitorio. La puerta está cerrada, así que sabes que tienes que ser discreta y rápida. Agarras el pomo con fuerza y lo accionas, abres apenas una rendija, y te escurres por ella. Después, vuelves a cerrar silenciosamente.


Él habla por teléfono sentado en la ventana mientras se fuma un porro. Te mira y te sonríe. Te acercas a él, te acaricia. Su olor a tabaco y vino te pica en la nariz y se queda enganchado en el fondo de tu boca, contienes momentáneamente la respiración y te apartas tras algunos segundos. Su amigo de la facultad llegará en un rato, te dice. Esa noche Francia se va a disputar la Copa del Mundo de fútbol. Te pide que no le dejes beber mucho, aunque tú sabes que nada de lo que le digas después de haber empezado con el whiskey servirá.


Cuando volvéis con el resto de la gente, la mesa está puesta, de la ensalada queda apenas la mitad, y a la pasta le queda un minuto para servirse. El tiempo transcurre deprisa, la gente no se dirige demasiado a ti porque el partido ya ha comenzado y porque no eres capaz de mantener la velocidad de la conversación. El fútbol no te interesa, así que te centras en comer y beber todos los vinos que te ofrecen para maridar cada plato. El amigo de tu novio se presenta justo antes del champán y el postre, y ambos desaparecen una primera vez durante no más de cinco minutos.


El alcohol fluye con desenfreno. Acabada la cena se sirven el licor, las copas, la gente bebe mientras en la tele se retransmite a los futbolistas en unos penaltis que llevarían a Francia a la victoria. Paulatinamente, a tu novio y a su amigo se les han ido entrecerrando los ojos y trabando la lengua en las conversaciones que mantienen casi a voz en grito y de forma acelerada. Pululan por la casa cada poco rato, a veces en pareja, a veces de forma independiente. De vez en cuando te preguntan algo, te hacen algún comentario en inglés que apenas entiendes porque balbucean sin mucha coherencia, tu novio se acerca y te besa y comienza a mostrarse cada vez más y más afectuoso. 


A pesar de que para ti la velada ha acabado incluso antes de empezar, no puedes retirarte y acostarte, o ponerte una película o algo parecido, porque no es algo que esté bien visto en esa casa. Para mantener las manos y la mente ocupada empiezas a recoger la mesa del comedor, ya abandonada por todos pero aún llena de platos, sobras y colillas de cigarros. Ya estás familiarizada con la casa, y la luz del comedor alumbra un poco el tramo del pasillo y la cocina que te interesa, así que no pulsas más interruptores en tu cometido. 


La cuarta vez que vas a la cocina, mientras estás cargando el lavavajillas, alguien entra en la estancia y te agarra de la cintura de manera imprevista. Levantas la mirada y ves la cara de tu novio en la altura, con una sonrisa socarrona dibujada y la mirada algo vacía. El alcohol, la cocaína y la euforia del fútbol le han puesto cachondo, y quiere que se la chupes allí mismo. Te niegas en rotundo. No es el momento, no es el lugar. A él le pone el riesgo de que alguien pueda descubriros. Intenta convencerte con palabras y caricias, te arrastra fuera de la cocina a pesar de tu reticencia, te conduce hasta el baño y cierra la puerta detrás de vosotros. 


Te empieza a molestar estar en tu cuerpo. Has nacido en la primera mitad de los noventa y te consideras firmemente feminista. Has participado de manera activa en la organización de la última manifestación del ocho de marzo en tu ciudad, te muestras histriónica en defensa de tu discurso y tus valores. Conoces la teoría a la perfección, conoces los límites que debieran ser infranqueables y crees que los has asumido como tuyos. Sabes qué está pasando y sabes que no está bien. No quieres chupársela a un hombre tan borracho y drogado que mañana no se acordará de nada. 


Pero eso a él importa, así que eres tú la que tiene que mantenerse firme en su posición. Di que no, dilo con la boca y también con todo el cuerpo, y simplemente vuelve al salón, donde están todos. Dile que no varias veces. Enfatiza en cada letra como si el adverbio tuviera muchas, y no solo dos. NNNNNO. NO. N O. Dices que no, dices que no continuamente. Sabes qué no quieres hacer. ¿Por qué no está sirviendo lo que dices? ¿Por qué no puedes levantarte del borde de la bañera y salir de allí? Ante su insistencia, y pensando que mientras antes empieces antes acabas y te quedas en paz, cedes. Está tan borracho que fuerza sus movimientos y te dan arcadas. Te lloran los ojos del esfuerzo, y solo piensas en que quieres salir de ahí.


Unos instantes después de haber empezado, alguien llama fuertemente a la puerta. Aprovechas la distracción momentánea para levantarte y salir de allí sin haber terminado y sin decir una palabra. Recorres medio pasillo y te encierras con pestillo en el aseo. Sentada en el váter, te limpias la cara con las mangas e intentas recomponerte. A pesar de haberte repetido mil veces que no volvería a pasar, te dices, has vuelto a ceder para huir. De qué sirve tanta teoría, si al final la historia siempre acaba igual.


Qué bello parecía todo aquello, te repites. Ya sabías que tú nunca podrías tener algo tan bello. 

Júlia i Julieta - Ejercicio entregado tarde (el de Berta García Faet)

  JÚLIA I JULIETA. M’agradaria tancar en una habitació a la Júlia Cano de 2004 i a la Júlia Cano d’ara. M’agradaria tancar-me en una habitac...