miércoles, 20 de diciembre de 2023
Matilda criatura salvaje
Ninguno de los dos queríamos estar allí, pero éramos demasiado gallinas como para echarnos atrás, con 30 ojos por parte de mi familia y 80 por parte de la suya mirándonos. Así que, cuando el cura terminó su sermón, ambos cacareamos un “sí quiero”.
Clo clo clo clo a lo mejor me salieron plumas mientras besaba recatadamente a Matilda en la iglesia y nuestro público aplaudía. Una vez hipnoticé a una gallina, el animal manso acunado en mis manos. Corriendo por el campo para enseñárselo a mis padres me clavé en el cuello un viento de metal que reforzaba el corral. El pájaro me aleteó en la cara y saltó lejos de mí, mientras yo tosía pensando que iba a morir ahogado por el impacto. No era la primera vez que sentía que me asfixiaba en ese campo. Dos años atrás me había quedado fascinado y muerto de celos con la bolsa enorme de juegos de la Game Boy de mi amigo. El Crash Bandicoot relucía entre todos, me llamaba por mi nombre. En un momento de descuido, solté el sándwich de paté y escondí en el bolsillo de mi pantalón el cartuchito de plástico negro. Quién iba a darse cuenta de tan insignificante ausencia. Mi amigo, sin embargo, no tardó más de dos horas en echarlo de menos. Removió cielo y tierra, puso al tanto a todos los adultos, elucubró sobre quién podría habérselo robado: tenía totalmente claro que no lo había perdido. La culpa se me agarró a la garganta y no se soltó durante semanas. Verlo en el colegio era un castigo. No me atreví a usar el juego en mi propia game boy, en la seguridad de mi casa. Dejé de dormir. Solo pude respirar tranquilo cuando, un tiempo después y en otro momento de intimidad, dejé caer al marsupial en la misma bolsa de la que había salido.
Enhorabuena, niño, pero qué guapos estáis, qué emoción, nos asaltó una de las tías de Mati. Clo clo clo clo, acerté a contestar con una sonrisa que enseñaba todos mis dientes. Toda la vida por delante, miraba la tía de Mati a las demás, agarrándolas por los antebrazos arrugados adornados con pulseras de oro de los años ochenta. Quién volviera, quién volviera. Clo clo clo clo, mientras nos precipitábamos por las escaleras del templo en busca de nuestro coche.
* * * * *
Dos pollitos habían estado creciendo dentro de mí durante casi siete meses. Los invitados hacían como que no veían el tonel gigante en el que me había convertido, los tobillos hinchados que me asomaban por el bajo de un vestido que debería llegar hasta el suelo. Ellos solo comían y bebían obscenamente. Mientras, yo paseaba por el jardín del brazo de mi recién estrenado marido, saludando, rindiendo pleitesías, sintiéndome como una cortesana del siglo XVIII embutida en un corsé bien apretado.
En el siglo XVIII la María Antonieta de Sofia Coppola empleaba a criadas en La aldea de la Reina que limpiaban los huevos de las gallinas antes de que ella acudiera a recogerlos con sus retoños. El profesor de francés nos había contado que en la película aparecía un par de zapatillas Converse como símbolo de la juventud de la monarca, a la que casaron con el delfín de Francia cuando era aún una niña. Mi primer par de Converse era rosa empolvado. Ahora llevaba un par blanco casi desatado, los únicos zapatos en los que cabían mis pies. Ya estaban manchados del verde del césped y de la bechamel de jamón que se le había escurrido por la comisura de la boca a mi tío Antonio cuando me quiso abrazar en el cóctel. Clo clo clo clo, le excusé quitándole importancia. Clo clo clo clo, a lo mejor yo misma iba a poner un huevo en cualquier momento, a juzgar por cómo me palpitaba el culo de vez en cuando.
Un brindis, un brindis por los novios. El padrino encaramado en una silla, borrachísimo. Clin clin clin clin esta vez, golpeaba la copa de cava con su propia alianza sin descanso. Clin clin quién me hubiera dicho, clin clin clin mi ahijado con una mujerona tan guapa, clin clin ojalá yo también y la mirada asqueada de sus hijas desde el suelo, clin clin clin el bochorno de todos los demás.
Me solté de Kiko. Busqué una silla abandonada en la periferia de la multitud. Tragué aire, tragué aire, las tetas casi me llegaron al cuello. El pecho henchido de una gallina clueca empollando. Tragué aire para no marearme, mil cuchillos clavándose en todo mi cuerpo. Me llevé la silla a la sombra de una higuera, y me aposenté allí.
* * * * *
Las niñas de los invitados corrían persiguiéndose por el patio. ¿Dónde está Matilda? Las niñas se perseguían haciendo elipsis, movían sus piernecitas a velocidades impensables y se perseguían sin descanso. Mati, ¿dónde estás? Por lo menos contigo me río de nuestra desgracia. Las niñas se cruzaban conmigo muchas veces mientras yo buscaba a Mati. Las gallinas también mueven sus patitas muy rápido cuando corren. Las gallinas tienen ojos de dinosaurio y patas de dinosaurio. ¿Por qué no han inflado todavía la colchoneta para que estas crías dejen de correr? Si las gallinas fueran tan grandes como los dinosaurios, ni una podría volar.
* * * * *
No conseguía escapar del calor ni a la sombra de la higuera. Me sobraba vestido por todas partes, me sentía como un merengue espeso. De pequeña me encantaban los vestidos cursis y con mucho vuelo, como el que llevaba ahora. Una vez lloré porque mi tía me regaló una faldita vaquera. Tita, esta falda no hace vuelo. Enfundada en mis vestiditos me bajaba con mi abuela la cuesta de su corral, y entrábamos donde las gallinas. Recogíamos los huevos, los poníamos con cuidado en la cesta improvisada con mi falda. Un día, al salir de la cerca de las gallinas, tan obsesionada que estaba con mi vestido, me olvidé de los huevos y empecé a girar. Los huevos plaf plaf plaf plaf, se estrellaron a mi alrededor. Si yo fuera una gallina, ¿dejaría que unas manos desconocidas me arrebataran mis cigotos? Qué calor, qué angustia, qué pinchazos. Sentía que iba a rebosar por todas las costuras del vestido. Me agarré con fuerza a los reposabrazos de plástico de la silla. Los polluelos estaban naciendo.
* * * * *
Hablé con el gerente de la finca. Yo estreno la colchoneta. Me quité los zapatos y los calcetines y los dejé en mitad del césped. Qué más da dónde esté Mati, ya aparecerá. Me acerqué al caucho multicolor que empezaba a coger aire y forma. Unos minutos después, con el beneplácito del feriante que nos lo alquilaba, atravesé las puertas del castillo. Me tendí en el centro. Escuché el ruido del motor y dejé que me meciera durante unos segundos. El plástico olía un poco a sudor infantil, a azúcar rancia. El plástico olía a Dale Don, a Como los Gorilas. Al aceite quemado de los churros y a chocolate espeso.
Salta, salta, salta.
En las ferias del pueblo no volvíamos a casa de mis abuelos hasta que no rayaba el alba. Kikiriki, los gallos del corral nos recibían con sus chillidos histriónicos, KIKIRIKI mientras intentabas dormirte en la cama con los oídos pitando y el corazón acelerado.
Salta, salta, salta. Con cada salto mi cuerpo ligero, más ligero, se alzaba un poco hacia el cielo. Bajo mis pies descalzos, las niñas seguían corriendo. Nuestros padres bailaban el Vals de las mariposas sin descanso. Nuestros tíos seguían bebiendo.
Arriba, más arriba, junto a los pájaros ya. Afino la vista. Vislumbro a Matilda, una mancha blanca y roja en la frontera del jardín. Escondida a la vista de todos, Mati merengue, Mati criatura salvaje, se estaba comiendo a nuestros pollitos como las gallinas se comen sus huevos.
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