Me gustaría meter a todas mis madres en una misma habitación y echar la llave, pero una llave de siete vueltas como las de los cuentos a ver si por suerte se produce el contagio. Porque tuve entre una y treinta y dos madres tan parecidas como abrumadoramente diferentes.
Las encerraría de manera frontal y sucesiva con dos pedazos de tarta capuchina y dos tazas de té con nubecita de leche, buscando que la lucidez, el amor y la generosidad se desplazaran a través de la conversación como en un ejercicio de vasos comunicantes.
Durante ese arresto domiciliario, bucearía hasta el fondo del mar Báltico donde tengo entendido que está radicada la oficina del Cambio de Biografías Personales.
Conseguiría eliminar sus antecedentes, su guerra, su orfandad, sus carestías y sobre todo la pérdida de amores imborrables.
Para que florecieran para que crecieran en una certeza cósmica.
Para que madres y mamás se fundieran, sin pellizcos, sin bofetadas de mano con sortija.
Después del té se impartirían clases avanzadas de abrazos y fomento de la autoestima infantil.
Madre tomaría apuntes como la aventajada alumna que siempre fue.
Al principio los abrazos quedarían algo torpes como de pingüino, se le colaría un “por mucho que te arregles siempre serás del montón” “ponte pantalón para que no te vean esas piernas tan torcidas” pero hay esperanza, la práctica lo es todo.
En tres o cuatro días, años, o milenios un “como te favorece ese vestido” saldría de su boca con acento angelical.
La esencia de mamá gregaria siempre en marcha buscando lo mejor de cada cual empapelaría la habitación, sin fisuras ni resquicios. Completamente.
Aprendería los nombres de los gatos Telmo, Tirso y Muriel, lo de triste bola de pelo quedaría en el olvido, les dedicaría una caricia, una simple caricia, porque los animales son la sal de la vida, aunque ella por la hipertensión “tú sabes hija mía la sal ni olerla”
Y madre tras decenas de intentos fallidos felicitaría con soltura la lluvia de matrículas de honor y títulos universitarios.
Y encontraría siempre encantador al amor de tu vida, ni bajo, ni gordo, ni alto, ni con voz aflautada, encantador a secas. Y te llevaría al altar y te diría en un susurro que siempre ha estado convencida de que vas a comer perdices el resto de tu vida.
Y celebraría y disfrutaría con la fuerza de tópicos manoseados “Que me quiten lo bailao”, “porque hoy es hoy”, “porque yo lo valgo” y descubriría el placer colosal de un helado, de una película o de un brillante revolcón.
Y pediría más y más pero mucho más.
Si el encierro se prolonga un logopeda impondrá una tabla ejercicios altamente beneficiosos para la tersura de la piel. Un dos tres, Repitan conmigo vocalizando: “Que orgullosa estoy de ti y cuantísimo te quiero”
Y volveríamos a aquella tarde en Paris donde acabábamos las palabras con la e, una y otra vez como en Atrapado en el tiempo. Ella reía sin parar y se restregaba los ojos llenos de lágrimas. Sus carcajadas por el desuso sonaban guturales al principio, pero cogieron brío y hasta el sol terminó asomándose dada la novedad.
Madre comprendería por fin que las cebollas tienen capas y se las quitaría todas como un abrigo en primavera y correríamos descalzas bajo la lluvia.
Sin reproches, sin culpa, felices como si por sorpresa nos acabara de tocar el gordo de navidad.
Madre diva, madre elegante, madre culta, me prepararía un bocadillo de nocilla o de blanco y negro y no frunciría el ceño y sonreiría con sus labios rojos de actriz de los cincuenta.
Y yo la miraría como si el amor no se pudriese, como si todo fuese posible.
Como si tuviese regazo donde acunar.
Y pasarían ciento veinte minutos o catorce años, y un día el cartero, traería una citación como las de Hacienda con sello de la Oficina de Cambio de Biografías Personales.
El sueño se acabó traía fecha de caducidad.
Madre y mamá empezarían con el equipaje, una simple maleta de mano. En el fondo del Mar Báltico escasea la vida social.
Despacio daría las siete vueltas a la cerradura, las abrazaría numerándolas y les entregaría la llave por si en algún momento deciden regresar.
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